Una noche en el malecón
Nada tiene lógica, salvo el azar: corría el año 1986 y yo perpetraba un programa de televisión en Santo Domingo, of all places. Era un programa sobre política internacional, asunto del que no sabía nada y los panelistas invitados sabían menos que nada. Se podría decir entonces que era un programa sobre la nada misma o, visto de otro modo, uno de corte autobiográfico.
Nada más pisar el aeropuerto de Las Américas, entregué mi pasaporte al agente de migraciones, solo para descubrir consternado que carecía de una visa actualizada para entrar en esa isla en la que me ganaba la vida diciendo embustes en la televisión.
Fui severamente informado por un agente de copioso sudar que, según las leyes dominicanas, debía ser arrestado y deportado en el más breve plazo al lugar donde se originó mi viaje bucanero, Miami, capital de América Latina.
No opuse resistencia cuando dos agentes con visibles síntomas de ebriedad me condujeron a un cuarto diminuto, desprovisto de toda comodidad, donde debía sobrevivir malamente hasta el momento en que me deportasen a Miami por carecer de un visado al día para ingresar al país.
Horas más tarde, rogué a los agentes alicorados que me permitiesen pasar aquella noche en un hotel, acompañado de la dotación policial necesaria para evitar mi fuga, y ofrecí
solventar todos los gastos, los míos y los de mis custodios, lo que nos permitiría pasar una noche de severa obediencia a la ley, pero también, y al mismo tiempo, de merecido esparcimiento.
Recibí sorprendido la noticia de que mi petición había sido aprobada por los altos mandos policiales del aeropuerto dominicano, quienes ordenaron mi inmediato traslado a un hotel del malecón, en compañía de un solo agente, conminándonos a volver a primera hora para proceder a mi deportación.
Fue en tan azarosas circunstancias como conocí al oficial de la policía dominicana Hipólito Peynado de los Santos, atento servidor de la ley, de contextura más bien rolliza, ya entrado en los cuarentas, casado y padre de tres hijos, portador de arma de fuego, tartamudo, al parecer fatigado, se diría que carente de una inteligencia chispeante y encargado de pasar conmigo una noche en un hotel del malecón.
Si algún improbable televidente me hubiese reconocido en la recepción del hotel cuatro estrellas, acompañado de Hipólito Peynado, registrándonos en habitación compartida pero con camas separadas, y mirándonos con creciente simpatía, tal vez habría pensado que nos disponíamos a pasar una noche lujuriosa, no exenta de violencia física, disparos al cielo de su pistola y apretados merengues en el balcón.
Una vez instalados en la habitación, y después de que Hipólito escogiese cama y se resignase a que nos tratásemos de tú, ordenamos una cena pantagruélica de la que dimos cuenta mirando en la televisión un juego de pelota o béisbol que yo no entendía y libando cerveza helada en un clima de confraternidad cívico-policial que me permitió olvidar por un
momento mi oprobiosa condición de malhechor, estatus que recordé en forma inesperada cuando fui al baño y detrás vino presuroso Hipólito con pistola, habiendo sido aquella la única vez en mi vida que meé bajo vigilancia policial.
Acabada la cena, y en vista de la euforia del oficial Peynado, cuyo equipo de béisbol salió victorioso, me permití sugerirle, con el debido respeto, una corta visita al cabaret del malecón, famoso por los bailes a pecho descubierto de unas mulatas de fuego, para mitigar así los rigores de mi captura, sugerencia que él acogió con entusiasmo, a los gritos de “vamos a ver tetas, chico, que la vida no dura cien años”.
Tras caminar unas cuadras en las que Hipólito Peynado aprovechó para hacerme confidencias sobre su vida doméstica (por ejemplo, que no le alcanzaba la plata para pagarle una operación de hemorroides a su esposa Usnavy Bendita, cuyo exótico nombre procedía de los buques de la marina norteamericana que los padres de Usnavy supieron admirar, surcando las aguas de Puerto Plata en los años del dictador Trujillo, alias El Chivo), nos acomodamos en el cabaret elegido, pedimos cerveza helada, admiramos la belleza de las bailarinas de ébano y nos abandonamos a una conversación vocinglera y escabrosa sobre los presuntos hábitos amatorios de la mujer dominicana.
No bien las chicas concluyeron su rutina de baile, Hipólito Peynado aplaudió con virulencia, en un estado de sobreexcitación que parecía reñido con su uniforme policial, pues ya entonces nos hallábamos ligeramente borrachos y enardecidos por esas cimbreantes mulatas, dos de las cuales no tardaron en acercarse y ofrecernos mimos y caricias a cambio de que pagásemos un precio obsceno por un par de
botellas de champagne, las que por supuesto compré sin chistar, porque esa fue la orden de mi meneante superior y captor beodo, el agente Peynado de los Santos.
Cuando las damas de compañía nos propusieron modosamente visitar los apartados de aquel antro copetinero para permitirnos una conversación más íntima, salpicada quizá de brotes de ternura o efusiones de deseo erótico, Hipólito no tuvo empacho en marcharse, apretujando a su morena acompañante y abandonándome a mi suerte, en clara desobediencia de sus obligaciones, pues pude entonces huir a toda prisa por el malecón, pero naturalmente preferí pasar a otro escondrijo pecaminoso en compañía de la bella Panam, la bailarina que me tocó en suerte porque Hipólito eligió a la otra, Braniff, más dramática en curvas y maquillaje.
Tan pronto como cumplí mi tiempo con Panam, advertí que faltaba poco para el amanecer. Traspuse entonces las cortinas del cuchitril vecino y sugerí a Hipólito que nos retirásemos de ese puticlub hospitalario y volviésemos al hotel, pero mi sugerencia cayó en saco roto porque el agente Peynado, en visible estado de ebriedad, y con una morena ovillada a su lado, me pidió de un modo imperioso que pagase una hora más con su amiga, muy pródiga al parecer en caricias y arrumacos, orden que no vacilé en cumplir, pasando por caja y pagando otros miles de pesos para no desobedecer a tan estimable representante de la ley.
Despuntaba el sol en el horizonte cuando volví al furtivo rincón donde se solazaba mi captor con aquella aguerrida mulata, sólo para hallarlo tumbado entre unos cojines, con la camisa abierta, el pantalón mal abrochado, apestando a trago, sin pistola ni dama de compañía, roncando como un cosaco.
No dudé entonces en despertarlo bruscamente a los gritos gallardos de:
-¡Hipólito, párate, tienes que deportarme!
El alcoholizado oficial abrió un ojo, me miró de un modo patibulario y sentenció, enfadado:
-¡No jodas, chico, déjame dormir!
No me dejé intimidar por su aliento e insistí, a riesgo de provocar una riña:
-Pero tienes que deportarme, Hipólito. ¡Es lo que manda la ley!
Fue en vano, pues ya el amigo Peynado había vuelto a roncar pesadamente, ignorando mis exhortaciones a que cumpliera su deber. No me quedó más remedio que sacudirlo con vehemencia, sacándolo un instante del pasmo espirituoso en que se hallaba, y preguntarle, en el tono más repetuoso:
-¿Qué debo hacer mientras duermes, Hipólito?
Para mi sorpresa, el admirable policía no dudó en despejar mi curiosidad con voz enfática y aguardentosa:
-Vete pal carajo.
Comprendí entonces que había recuperado mi libertad