Una noche en el Club Francés: nostalgias de un tiempo sin guaranguerías
Gestos y actitudes de una época en la que se extrañan los buenos modales
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El tipo se puso traje y corbata y rumbeó hacia el Club Francés, que está sobre Rodríguez Peña, a metros de Quintana. Era el jueves por la noche y, al entrar, observó, aquí y allá, la presencia inconfundible de agentes de seguridad. Ajeno a lo que ocurría a sus espaldas, el excanciller y académico Adalberto Rodríguez Giavarini comía con Susana, su mujer, en el restaurante de la planta baja, como el matrimonio suele hacerlo a menudo.
Después de ser recibido a las puertas del club por autoridades de la institución, el embajador de Israel, Eyal Sela, subió al primer piso y saludó a la veintena de personas que lo aguardaban para una comida en su honor. Esperaban escuchar su palabra sobre el conflicto que estalló el 7 de octubre a orillas del Mediterráneo, la cuenca de mayor número de civilizaciones en la historia de la humanidad. Al sentarse a la mesa, el embajador Sela observó el rostro de los hombres y mujeres que había congregado su presencia: legisladores del presente y del pasado, diplomáticos, periodistas, estudiosos del derecho internacional; una vocera de Venezuela, en el exilio, y un vocero de Cuba, pero de esos que no pueden volver a la isla del totalitarismo a esta altura eterno del comunismo castrista.
El tipo observó que entre los hombres que rodeaban la mesa había más afinidad sobre cómo caracterizar la evolución del conflicto que sobrecoge al mundo, su extensión por la región y los componentes de terrorismo y guerra que se entrecruzan por doquier que sobre cómo vestirse para una noche compartida con el embajador en la Argentina de un Estado extranjero. Hombres con traje y corbata, hombres con traje y sin corbata, hombres sin saco y sin corbata. El embajador hacía, entretanto, su trabajo profesional, concentrado en fundamentar la posición de Israel, su derecho a la existencia y el historial de desencuentros en más de mil años con sucesivas versiones islámicas hostiles al pueblo judío.
El embajador se permitió ironizar con algunas licencias idiomáticas, de las que no está exento el periodismo, como las de llamar “Medio Oriente” al escenario en el que se desarrolla desde el 7 de octubre una violencia que alucina. Tenía razón. Nadie sabría explicar por qué llamamos “Medio Oriente” a lo que toda la vida habíamos llamado “Cercano Oriente”, para diferenciarlo del verdadero “Medio Oriente” y del “Lejano Oriente”. ¿Quién podría explicar, acaso, por qué abandonamos un vocablo tan preciso como “pocillo” y lo reemplazamos por algo tan ambiguo como un “café chico”? Misterios del lenguaje, que es siempre una creación popular.
El tipo escuchaba con atención al embajador Sela, pero algo lo incomodaba aún más que la proliferación de celulares sobre la mesa y alguna que otra llamada atendida por los contertulios, mientras procuraban atenuar la impertinencia acercando la mano libre a la boca. Lo hacían al estilo de los jugadores de fútbol y directores técnicos cuando están sobre el césped de los estadios y secretean sobre tal o cual táctica, o cómo anular a un rival. Seguramente el tipo se incomodó más que el embajador, pues al sentarse, y tras un golpe de vista al conjunto que lo recibía, este había desenfundado, y puesto sobre la mesa, dos celulares, no uno.
El tipo apostó para sí cuál de los dos celulares del embajador, si sonaba, sonaría primero: el de la izquierda o el de la derecha. Ninguno sonó, por fortuna. Además, lo había distraído de esa cavilación de tono menor el brazo que el sujeto sentado a su derecha tenía extendido campechanamente por detrás del respaldo de su silla hasta rozar su hombro izquierdo. Así repantigado en su asiento, el vecino de mesa revisaba, cómo no, de tanto en tanto, el celular, hasta que algo se le deslizó, cayendo al suelo. Se volcó con tal ímpetu a recogerlo que aplicó al tipo, en involuntario movimiento, un codazo en el hígado. No debe haber notado el golpe inferido al tipo, pues se abstuvo de pedir disculpa alguna, y perseveró en su abstracción, como si nada.
El vecino de la derecha pasó por alto el postre, que tenía un vago aire a crème brulée, habitual manjar de la excelente cocina del Club Francés. Y mientras el embajador contestaba meticulosamente una a una las preguntas que se le formulaban, el susodicho vecino se levantó, yéndose para no volver. Mejor que se hubiera perdido en la noche de Buenos Aires tamaño desaprensivo de las buenas maneras, que tal vez debiera volver a la escuela como enseñanza de que la educación no es hija de la riqueza ni del coeficiente intelectual.
Sin mosquearse, el embajador siguió ilustrando desde su perspectiva la evolución del conmovedor conflicto al resto de los comensales. Cuando el embajador se puso de pie, el tipo de saco y corbata que había ido a escucharlo se aproximó a saludarlo, y se retiró sin poder mitigar la nostalgia por los viejos tiempos.
Tiempos en que se entraba en algunos ámbitos con la seguridad de que no habría sorpresas, al menos del tipo de las que antaño se conocían como insoportables guaranguerías.