Entre rezos, cantos y tambores, se celebró una tradicional fiesta popular caribeña en la parroquia Nuestra Señora de Caacupé
"¿Vienen al velorio?", preguntó una chica. Yo pensé que habíamos entrado a la iglesia por la puerta equivocada.
–No, venimos a la misa de la Cruz de Mayo –respondo. Nos miró con extrañeza, sorprendida. Pero decidí pasar, ya veníamos retrasadas y no quería perderme esa misa especial a la que nos habían invitado. Dentro, el cura ya daba su sermón junto a una gran cruz decorada íntegramente de flores que se alzaba a un lado del altar. Nos sentamos en los primeros bancos.
Luego de ocho años viviendo fuera del propio país, se desarrolla una especie de radar para identificar a quienes comparten conmigo el lugar de nacimiento. Así como en los primeros tiempos era poco frecuente escuchar a otros con mi tonada (me emocionaba cuando sucedía), en los últimos tres años nuestra población aquí ha ido creciendo exponencialmente. No hay lugar en el que no se escuche algún "chévere" o te traten de "mi amor". Con solo mirar me di cuenta de que quienes ocupábamos los bancos esa noche veníamos del mismo territorio, ese que en toda su extensión bañan las aguas del Caribe. Y era a nosotros a quienes estaba dirigido el mensaje. "A cada uno que ha dejado su hogar buscando una vida digna, les digo que son bienvenidos, que esta es su casa y que, así como para ustedes el hecho de vivir aquí les abre un nuevo horizonte, quiero que sepan que su presencia también nos enriquece", decía el padre Eusebio Hernández. Pronto comprobaría el alcance de esas palabras.
Sentí vergüenza de ser testigo por primera vez de la festividad de la Cruz de Mayo. No sé cómo ni por qué, pero desde hace mucho en Venezuela dejó de ser importante estudiar sus tradiciones, vivirlas, disfrutarlas. Quizás allí se encuentre parte de la respuesta a la pregunta que a veces nos hacemos acerca de las razones que nos llevaron a permitir que el país fuese arrasado ante nuestros ojos.
Junto a Carmen, la amiga que me acompañó, contamos con un guía de lujo. Allí estaba Iván García, un reconocido cantante lírico venezolano, viajero del mundo y ahora instalado en Buenos Aires, que con paciencia nos explicaba cada una de las cosas que iban sucediendo. Es que el "Negro" Iván colaboró muchos años con la Fundación Bigott, que desde hace 40 años se dedica a la investigación y promoción de la cultura popular venezolana. Y él la conoce a fondo. Nos explicó por qué se le llamaba "velorio" lo que íbamos a presenciar. La razón es que después de la misa se saca la cruz de la iglesia, se le prende una vela y se pasa la noche "en vela" frente a ella, cantándole y bailando. Esta fiesta mezcla lo cultural y lo religioso, y es una muestra perfecta de la unión entre lo divino y lo profano.
Una vez afuera, tras el rezo del rosario, empezaron la música y el canto: "Un saludo diplomático
labrado con gran retórica/ de buena fuente histórica/ por su devenir pragmático/ Mi saludo muy simpático/ revela carácter místico/ con su toque eucarístico/ del madero te hace crédulo/ Para todos los incrédulos/ mi versar característico".
–Son las décimas –explicó Iván.
Cada trovador hace su improvisación luego de tomar una flor de la cruz, que había sido decorada por manos argentinas: dos monjas que colaboran con la parroquia Nuestra Señora de Caacupé, en Caballito, fueron las encargadas de la tarea. Las improvisaciones de estrofas de diez versos y rima consonante, que hacían alusión a la Pasión de Cristo, arrancaban gritos y aplausos.
"Hay niños venezolanos que no conocen el Himno nacional ni canciones como ‘Alma llanera’ y ‘Venezuela’. No las recuerdan. Es consecuencia del proceso migratorio, los padres estamos pendientes de conseguir otras cosas básicas y olvidamos darles parte de la herencia cultural que nos define. Por eso estamos haciendo estas celebraciones. Para que estas expresiones no se olviden", dice Eduardo Ruiz, músico venezolano y fundador de la agrupación AfroRumba. El velorio de la Cruz es apenas la primera: ya anuncian, para el 24 de este mes, la misa de san Juan, que se celebra al ritmo de tambores seguida de una procesión para sacar al santo de la iglesia, bailándolo hasta el salón de la parroquia. Le seguirán san Pedro, san Benito, santa Bárbara. Cada santo, otra ocasión de reencuentro e integración.
Ese salón parroquial, en el que esa noche había más de cien venezolanos, fue testigo del apoyo que tantos han tenido con nosotros. Las grandes dificultades se hacen más llevaderas cuando son compartidas: eso es algo que nos ha tocado aprender a quienes, como sociedad, desconocíamos lo que significaba la migración. Bandeja en mano, el padre Eusebio repartía platos de "sancocho cruzado", una sopa hecha a base de gallina y de carne de res. Este plato, muy asociado a la unión familiar, se prepara para las grandes celebraciones. La olla era descomunal. Allí nadie iba a quedarse sin comer, gracias al cocinero de la parroquia y a Baires de Libertad. Esta ONG se dedica a ayudar a los migrantes y lleva mucho tiempo entregando comida y abrigo, y haciendo jornadas para ayudar a conseguir trabajo. Esa noche, además del sonido de la música y de los cantos alegres, lo que retumbaba con mayor fuerza era la solidaridad.
En esos cien metros cuadrados se concentró el talento musical de un país entero. Allí se escuchó música de la costa, del llano, de la región central y de los Andes. Cantando fulías, una voz hermosa se destacó entre el grupo. "Es Amanda, la hija del maestro Ismael Querales", me la presentó Iván. Tocaba el cuatro con una maestría que solo consiguen quienes desde su nacimiento viven entre sus notas. Es apenas ahora cuando está volviendo de a poco a lo que fue su vida en Venezuela. Hace tres años que llegó y junto con su esposo argentino venden productos orgánicos cordobeses en la capital. Eso le ha dado el sustento para poder ir dedicando cada vez mas tiempo a lo que la define: la música venezolana.
Los que extrañamos a nuestras familias, que somos tantos, vimos con envidia cómo el tamunangue, ritmo que conjuga la cultura negra, indígena y española y que se toca en el estado venezolano de Lara como en ningún otro, era abordado por una familia completa de Barquisimeto: el padre, la madre, sus hijos, sus parejas y hasta los nietos. El Na Guara, como se identifican, está integrado por los Briceño Viera. Cada uno de ellos sabe que se sostienen mejor así y por eso decidieron migrar juntos. La familia es uno de los valores más apreciados por el venezolano, una familia que en estos tiempos se siente rota y que anhela el reencuentro.
Frente a la cruz no se puede bailar. Para hacerlo, por respeto, hay que taparla. Unas telas blancas cubrieron su forma y sus flores. Para dar ánimo y aplacar el frío comenzaron a circular unos pequeños vasitos de licor mientras los músicos de AfroRumba acomodaban sus instrumentos. Esa noche aprendí sobre los diferentes tambores: el más grande se llama cumaco y el percusionista se sienta sobre él. Hay cumaco macho y cumaco hembra, según su tamaño y sonido. Están también el clarín y el yembe, que se sostienen entre las piernas. Los acompañan la charrasca y el chequeré, una especie de calabaza recubierta por una malla llena de semillas que se convierten en socios perfectos del poderoso sonido de los tambores.
Bastó la primera palmada a esos cueros y nadie pudo quedarse sentado. Al centro, dando cátedra, estaban quienes saben obedecer esa ley que rige un baile pensado para la arena y con los pies descalzos. Se desplazan en círculos, siguiendo los pasos de una coreografía ancestral en la cual las parejas se van intercambiando unas a otras, en continua competencia de resistencia. Un baile no apto para cardíacos.
Ya era medianoche y el "velorio" seguía prendido. Ese espacio representaba la patria, esa que nadie es pero que somos todos. Se sentía el alivio entre quienes han llegado escapando de tantas penurias, y gratitud por la posibilidad de trabajar en búsqueda de un futuro en este nuevo país que, a pesar de estar lejos, da la bienvenida al que desee hacerse camino. Un país hecho grande con la genética de tantos otros lugares y que ahora suma la de este país caribeño. Y entre tanta nostalgia resaltaba el orgullo por tantas cosas en común que nos identifican. De algún modo, este proceso de migración sacó lo mejor que teníamos todos. Mientras caminaba por la avenida Rivadavia y aún resonaban los tambores, sentí que había vuelto a Venezuela. A esa Venezuela que tuve que dejar para poder conocerla.