Una, ninguna, un montón
Estábamos hablando al mediodía. Era un día de semana, pasadas las 14, con mis compañeros de trabajo. Yo contaba algo que había sucedido en la casa de mis padres, en un almuerzo familiar, nada de importancia, cuando en la anécdota me puse en la voz de mi hermano para reclamar una sonsera, pasame el pan, y entonces como si fuera él me llamé a mí y lo hice en la forma en que él lo hace, dije Dolly. En la mesa Paula, una de las chicas, reparó en eso. En mi apodo. Se asombró porque nunca había escuchado que alguien se refiriera a mí de ese modo, pero no presté atención, no en ese momento, porque estoy acostumbrada a que me nombren de formas distintas. Es una estrategia.
Me llamo Dolores pero no me gusta, así que menos que me digan así. Nombre completo, significado entero. Mi queja no es estética, es de fondo. Hay algo en mi relación con ese Dolores. Por eso lo evito. Y consigo que lo eviten. Para mi padre soy Lola, sobrenombre oficial en su opinión y no factible para DNI. Puede que algunos días me diga Lolita, depende de su humor. Mi madre, la responsable de la elección, ante todo me llama hija. También me dice Lola, sí, pero el vínculo por sobre lo demás. Para mi hermano, Guido (lindo, corto, sin sentido negativo), cuatro años mayor, ya lo conté, soy Dolly. Para sus hijos, mis sobrinos Augusto, Lorenzo y Lázaro (de lo más divertido que me pasó en los años) soy la tía. Latía. Tía. Para Ezequiel, un montón de cosas. Mis amigas me dicen Negra, un poco justificado por mi tono de piel, distinto al de ellas, y otro poco heredado: a mi abuela le decían la Negra y a mi hermano, bien morocho, El Negro. En el diario soy Lola (pero alguien, mujer ella, en algún momento me dijo Lolex y no sé bien cómo se expandió pero lo hizo). En el taller de periodismo de los lunes todos me dicen Dolo. Nadie más me llama así (mi terapeuta, sí) pero nadie allí dudó en hacerlo. Eso es lindo, llegar a un lugar y conseguir certezas. Tengo dos amigas que me dicen Do, como la nota musical. las hermanas de Ezequiel también me nombran en monosílabo, Ne. La más chica a veces lo esquiva y me dice Dolce, Dolche en su pronunciación. No me molesta, es como sacarle lo podrido a lo podrido y que quede tan lindo que te den ganas de mostrarlo. Para mi madrina soy la Chochi, no recuerdo si alguna vez me contaron cómo nació ese apodo, no sé si alguien podría hacerlo, pero ella lo mantiene en el tiempo. Hola Chochi me dice si me ve. Mi padrino tiene una costumbre similar: para él soy Dolicodoli.
Hace días tuve una reunión por un proyecto nuevo y una de las chicas me preguntó cómo te decimos y no supe qué responder y lancé un “lo que quieran”. Sin convicción o a conciencia, lo dejé en manos de los otros porque por estos días no tengo el ímpetu (el escritor Luigi Pirandello era terminante, decía que las personas somos máscaras, varias al mismo tiempo: “Hay una máscara para la familia, una para la sociedad, otra para el trabajo. Y cuando estás solo, no queda nada”).
Cada vez que le reclamé a mi madre la elección de este Dolores se justificó con un por favor es hermoso y es que a ella le gustan los nombres españoles. Me lo repitió en la vida: si mi hermano no era hermano, era hermana, él iba a ser Dolores y yo, mismo sexo, Amparo o Consuelo. Nunca un Victoria, un Milagros; no digo que me encanten, pero sí que tienen otra cáscara. una hija, una victoria, un éxito; o una hija, un dolor, un consuelo, una pena. ¿Sería yo la misma si me llamara Sabrina? (Shakespeare en Romeo y Julieta dice que sí, que la rosa tendría el mismo olor si se llamara distinto).
No sé qué siente la gente que tiene nombres sin significado así de sustantivo como el mío pero muchas veces envidié a las Anas, a las Lucías y al resto bien amplio. Son más las que no suenan como yo. Son tantas las que son más libres.