Una mujer tras los restos de Hitler
Como parte del ejército soviético que arrasó Berlín en 1945, Elena Rzhevskaya debió trasladar una misteriosa caja de la que sólo Stalin, ella y dos oficiales más conocían el contenido: la dentadura del Führer que permitió identificarlo
MOSCU.- Elena Rzhevskaya era una figura glamorosa en medio de las ruinas humeantes de Berlín, al colapsar el Tercer Reich. A los 25 años, con su pelo oscuro recogido hacia atrás y su inmaculado uniforme verde y rojo del ejército, esta fría y seductora intérprete militar soviética guardaba el mayor secreto del mundo en una caja de perfume roja, forrada de satén. Ahora, a los 85 años, admite que en aquella caja estaban la quijada y los dientes de Hitler, recientemente arrancados de su cuerpo quemado. Stalin había ordenado ubicar al dentista del Führer y conseguir una prueba absoluta de que el cuerpo exhumado cerca de su búnker era el verdadero.
Elena fue una de las primeras en entrar en el búnker de Hitler, en donde había visto los cadáveres del jefe de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, su esposa Magda y sus seis hijos.
"Fue insoportable ver a esos chicos, sus mejillas aún sonrojadas como si sólo estuvieran dormidos", recordó. "Los llevamos al pequeño jardín cerca del refugio y los cubrimos con una tela blanca. El cuerpo de Goebbels estaba muy quemado, pero reconocible. "
Como Elena hablaba fluidamente el alemán, se le ordenó examinar rápidamente los documentos secretos encontrados en el refugio. "Por eso fui la primera persona en encontrar y echar una mirada a los diarios de Goebbels, pero no había tiempo de leerlos, nuestra tarea era encontrar a Hitler y demostrar que estaba muerto, porque algunos rumores aseguraban que había logrado fugarse de Berlín."
Elena estaba en el búnker cuando fueron encontrados los restos del Führer y su amante, Eva Braun. "Verlos me puso la piel de gallina. Tanta gente había muerto por su culpa... millones de personas... y aquí estaba, tendido delante de mí". Para el 9 de mayo, los patólogos aún no estaban en condiciones de confirmar de modo concluyente, de modo de dejar satisfecho a Stalin, que se trataba del cuerpo de Hitler. Dado que se habían conservado todos los dientes, Elena y el coronel Vasily Gorbushin recibieron la orden de encontrar al dentista de Hitler, en medio de las ruinas de Berlín. Encontraron a Katchen Heusermann, asistente del dentista de Hitler, y a Fritz Echtmann, su técnico, que fueron detenidos. Ambos confirmaron que las coronas de oro y los puentes en los dientes coincidían con los del líder nazi. También entregaron archivos que ratificaban esta conclusión.
Stalin ordenó que los expertos dentales alemanes fueran enviados a Siberia. También ordenó que se ocultaran las pruebas de que se había encontrado a Hitler. Siempre buscando confundir a sus enemigos, quería que occidente creyera que Hitler podía seguir vivo, y le gustaba la idea de que el pueblo soviético pensara que el malvado mundo capitalista le había dado refugio al Führer.
Los restos de Hitler -aparte de su quijada, cráneo y un fragmento separado con un agujero de bala- fueron llevados y enterrados en secreto bajo cemento en una base militar en Magdeburgo, Alemania Oriental. Los otros elementos fueron llevados a Moscú, donde aún están.
Encanto seductor
Elena era una rareza en medio de las filas de exhaustos soldados, tanto victoriosos como derrotados de la capital alemana. Durante el avance de la maquinaria militar rusa hacia Occidente -sin nada que la detuviera, a través de Bielorrusia, Lituania y Polonia- el encanto seductor de Elena Rzhevskaya ya había sido la clave para sacar secretos decisivos a muchos oficiales nazis. Quizá esto ayude a explicar por qué se le confió a ella lo que, durante esos intensos días de 1945, fue el mayor secreto del mundo.
"Mi jefe militar me dijo que pagaría por esta caja con mi vida si la perdía", dice ahora, 60 años más tarde, en su modesto departamento de Moscú. Dicho de otro modo, podía esperar ser arrestada, llevada a la sede de la policía secreta soviética en la Lubyanka y recibir un tiro en la nuca. No debía decirle a nadie qué contenía la caja roja y debía llevarla consigo en todo momento. Sólo sus superiores inmediatos sabían lo que llevaba.
Tanta era la discreción extrema que le reclamaba el encargo que no se podía permitir levantar sospechas. Por eso, una noche, Elena se estaba desvistiendo en su barraca de Berlín, cuando sus oficiales golpearon a la puerta. "Vamos Elena, vamos a celebrar", gritaron. "La radio dice que los alemanes han capitulado. La guerra terminó."
Elena recuerda ese episodio con precisión: "Me abotoné la blusa y fui a unirme a mis camaradas, pero llevé la caja roja y la tuve conmigo en todo momento".
Mientras todos los camaradas brindaban por la derrota de los nazis, ella, con una mano, se servía del "vino barato del Rin" y, con la otra, aferraba la caja de contenido macabro.
La guerra provocó que la gente hiciera cosas extraordinarias y Elena -que en los días previos al conflicto había querido ser escritora pero terminó siendo teniente del ejército- no era la excepción. "No me conmocionó la orden, simplemente hice lo que tenía que hacer, aunque me daba miedo olvidarme la caja en alguna parte o que me la quitaran en el caos de Berlín".
Sin los dientes, en los días anteriores a las pruebas de ADN, quizá nunca hubiese habido pruebas concretas de que Hitler estaba muerto (los rusos revelaron muchos años después los informes oficiales).
Hoy, a los 85 años, su mente se mantiene clara y aguda. Recuerda por sobre todo la alegría que sintió cuando se confirmó el fin del conflicto armado. Era lo que había estado esperando desde hacía cuatro años, cuando se alistó para el servicio militar y dejó a su marido y a su hija Olga, de dos años, para ir al frente.
Para Elena y la mayoría de los que estuvieron con ella, el fin de la guerra tuvo un significado especial. 27 millones de soviéticos murieron durante el conflicto, más de 50 veces las bajas del imperio británico. La mayoría de las familias eran víctimas de tragedias aplastantes y esto incluía a Elena, que aún a los 85 años no puede recordarlo sin dolor. "En 1942 mi marido murió en el frente. Fue hace mucho y no me gusta hablar de ello pero, aunque tuvimos un matrimonio breve y difícil, tengo los más cálidos recuerdos de él. Los dos nos presentamos como voluntarios para ir al frente a luchar contra los nazis, sabíamos que era lo correcto, aunque significaba alejarnos de nuestra hija y la posibilidad de no volver a vernos nunca."
Durante la marcha hacia Occidente, cuando vio las aldeas y granjas destruidas por los nazis, su compromiso se endureció y se transformó en la determinación de hacer cualquier sacrificio para derrotar a Hitler. Muchos de sus amigos murieron, pero ella, dice, tuvo la "suerte de sobrevivir".
Recién cinco meses después de finalizada la guerra, Elena -hija de un abogado y una médica, cuyos dos hermanos se convirtieron en científicos mundialmente famosos- pudo finalmente volver a casa, para reunirse con Olga, que había vivido con los padres de su marido muerto. "Ellos la cuidaron muy bien", dijo Elena. "Cada noche besaba mi fotografía antes de irse a dormir".
Ya en casa, pudo realizar finalmente su deseo de ser escritora. Pero debido a la censura soviética tuvo que esperar muchos años antes de poder revelar al mundo su mejor historia: la de una pequeña caja roja y su contenido macabro.
Traducción: Gabriel Zadunaisky