Una moral de doble vara
Si bien en la Argentina se piensa que la salud es un bien social, convive con esto una sutil discriminación. Una de ellas, frecuentemente soslayada y minimizada, es la condición de la mujer y la falta de respeto por sus derechos sexuales y reproductivos. Nuestro país ha avanzado en el cumplimiento de ciertos derechos humanos. Sin embargo, existen fuertes desigualdades, inconsistencias y una preocupante doble moral.
Por un lado, algunas leyes resultan absolutamente progresistas. La Argentina fue el primer país en la región y el décimo en el mundo en legislar el matrimonio igualitario. La ley 26.743 -de identidad de género- permite que las personas trans (travestis, transexuales, transgénero) sean inscriptas según su identidad autopercibida en sus documentos personales. Así, pueden cambiar su nombre de pila según su nueva identidad sexual. Esta ley también ordena cubrir tratamientos médicos para adecuarse a la expresión de género. Es la primera ley en el mundo realizada con gran empatía y respeto hacia este colectivo, evitando patologizar la condición trans. Se trata de leyes que respetan los derechos sexuales y reproductivos de estas personas y les permiten una mejor calidad de vida.
También se legalizó y reglamentó la reproducción asistida. La ley 26.862 establece la cobertura de estas técnicas a toda persona mayor de edad. No abriré juicio respecto de lo atinado o no de la cantidad de tratamientos ni respecto del hecho de que deben ser provistos por el Estado. Sin embargo, nótese que, al no poner límite de edad y abarcar a toda persona mayor, permite la formación de familias no tradicionales (mujeres solas o parejas del mismo sexo). Nuevamente habla de políticas abiertas hacia todos, no discriminatorias, y considera los derechos reproductivos de estas personas.
Además, aquellas a las que esta ley atiende son, básicamente, las mujeres de clase media. Y esto no es porque no exista la infertilidad en mujeres de escasos recursos, sino que para ellas la estrategia debería ser diferente. Se debería considerar, por ejemplo, la infertilidad secundaria debido a infecciones por enfermedades de transmisión sexual (ETS) o por abortos inseguros e ilegales, que son los padecimientos que afectan a las mujeres sin recursos. Aquí, entonces, se comienza a percibir un salto, una inconsistencia. Pero, además, al mantener la idea tradicional de que el embrión in utero es una persona, no permite siquiera justificar una regulación lógica de estas técnicas, que incluyen la posibilidad de realizar abortos selectivos, por ejemplo, cuando la mujer queda encinta de varios embriones simultáneamente debido a la transferencia de varios de ellos; o a raíz de un ciclo de inseminación artificial en el cual la mujer está estimulada hormonalmente y, al generar varios óvulos, queda embarazada de varios embriones a la vez. En tales casos se procede a abortar algunos de esos embriones ya implantados y en gestación, para dejar solo uno o dos y, de esa manera, lograr que el embarazo llegue a término. En la jerga médica se denomina "reducción embrionaria o reducción fetal"; en la práctica es un aborto que se realiza por motivos terapéuticos (si bien fue la misma terapia la que causó estos embarazos múltiples y de alto riesgo). En ambos casos se trata de embriones ya implantados y no de embriones ex utero.
Contradicciones análogas existen también en otras especialidades. Los genetistas tampoco explican que la mayoría de sus pacientes terminan sus embarazos cuando reciben el diagnóstico de serias malformaciones o enfermedades genéticas a través de estudios fetales y diagnósticos prenatales. La sociedad niega estas prácticas abortivas. Parecen no existir. Se pretende que nada sucede cuando todos saben que en las sombras estas cosas ocurren. Se mantiene el statu quo y no se molesta a los poderosos lobbies ni a las asociaciones conservadoras. Así, es mejor no decir las cosas claramente y continuar realizando la actividad en cuestión discretamente. Pero esto implica fomentar una doble moral: se actúa de forma hipócrita con el fin de promover el autointerés. Se trata de omisiones que claramente se hacen intencionalmente. Se recomiendan ciertas técnicas y diagnósticos como si no hubiera ningún tipo de problema ético (y legal) implicado.
Por otro lado, paralelamente a las leyes garantistas y protectoras de los derechos de algunos, continuamos con un Código Penal de 1921, un nuevo Código Civil que no modificó el artículo 19 y plantea que "la existencia de la persona humana comienza con la concepción". Ahora bien, ¿cuán coherentes son estos planteos con prácticas y leyes ya aceptadas como las recién mencionadas? Más aún, ¿cómo impactan estas regulaciones en las mujeres?
La penalización del aborto las afecta a todas. Viola sus derechos sexuales y reproductivos. Les niega autonomía y la posibilidad de autodeterminación. Les asigna un estatus inferior, al considerarlas seres incapaces de decidir sobre sus propias vidas y bienestar. Y a esto se suma una visión idealizada de la maternidad, ya que tales concepciones no solo parecen respaldar la continuación compulsiva de una maternidad no deseada, sino todavía peor: evaluar esto como no problemático.
Pero aún más vergonzantes son los argumentos que se formulan desde la Justicia. Mientras la ciudad de Buenos Aires registra índices muy bajos de mortalidad materna, la provincia de Formosa o Jujuy presentan valores exorbitantes. Algo semejante ocurre con las cifras de embarazo adolescente. Según el Estudio de Población Mundial de las Naciones Unidas de 2013, en la Argentina el 15% del total de los nacimientos se dan en niñas de 10 a 18 años. Esto sucede frecuentemente en los sectores más pobres. Nuevamente se perciben las mismas desigualdades cuando comparamos la ciudad de Buenos Aires y algunas provincias del norte. No solo estos embarazos ocurren en los estratos socioeconómicos más vulnerables de la sociedad, sino que además el mismo embarazo condena a estas niñas y adolescentes a un círculo vicioso de pobreza. Solo el 14,8% de ellas tienen estudios secundarios completos. Estas cifras indudablemente refuerzan parámetros de desigualdad.
A todo lo anterior se debe agregar que la penalización del aborto no es eficiente. No logra sus objetivos, si estos consisten en prevenir que se realicen abortos. La Organización Mundial de la Salud y serios estudios muestran que la despenalización, junto con políticas anticonceptivas adecuadas, bajan la cantidad de abortos que se realizan. Si se quiere preservar la vida, se debe apuntar a esto. Por el contrario, lo que la penalización logra eficazmente es castigar a las mujeres. Sobre todo, condenar a aquellas que no tienen recursos, ya que si bien todas las mujeres padecen la ilegalidad, no todas exponen su vida y su cuerpo al someterse a un aborto.
Sorprendentemente, todas las actitudes progresistas respecto de las minorías y los derechos sexuales y reproductivos colapsan frente al aborto. Encontramos un límite tajante. Quizás haya llegado el momento de plantear los problemas claramente y enfrentarlos para evitar no solo las inconsistencias de una doble moral en la práctica médica, sino una fuerte discriminación hacia las mujeres pobres. Estas son quienes continúan postergadas, silenciadas y olvidadas. ¿Lograremos estar a la altura de estos desafíos?
Expresidenta de la International Association of Bioethics (IAB); investigadora principal Conicet-Flacso