Una misa inolvidable
El frío casi no se siente por la ansiedad y la emoción
Participar de la misa del Papa en la capilla de la Casa Santa Marta es toda una experiencia emocional y espiritual. Roma de madrugada es imponente, causa emoción aproximarse a la basílica de San Pedro y observar su silueta histórica iluminada por la tenue luz del amanecer. Entramos por el ingreso del Santo Oficio donde somos recibidos por guardias suizos bien abrigados.
A unos 300 metros, subiendo la colina vaticana, está la entrada de Santa Marta, el hotel del Vaticano que decidió construir el Papa León XIII en 1891 para alojar a sacerdotes y religiosos que visitaban Roma, reformado a mitad del siglo XX y que el papa Francisco adoptó como residencia en lugar de los palacios pontificios. Pasamos por el histórico cementerio alemán bordeando por la izquierda la basílica, que está en el lugar del monte vaticano donde los romanos mataron a Pedro, en los tiempos del emperador Nerón.
El frío casi no se siente por la ansiedad y la emoción. Adentro hace calor, y ya está preparado un perchero para los abrigos de los invitados del Papa. La capilla es pequeña, blanca y de un mármol beige, tiene un Cristo en la cruz de madera, un altar modesto, la imagen de la virgen con el niño en sus brazos y a la derecha un sillón en madera tallada donde se sentará el Papa durante la misa. Sobre el altar se lee la inscripción en latín: "Veni Sancte Spiritus + reple tvorvn corda fidelivn" (Ven espíritu Santo + llena los corazones de tus fieles).
Suena el órgano y entra Francisco. Parece un cura de cualquier parroquia argentina. Habla en italiano, y da la misa solo, sin ayuda alguna. Reconforta ver y sentir esa austeridad que es signo de su papado. Aún no caigo en que ese argentino tan conocido por nosotros es el Papa de todos.
Somos unas 30 personas: grupos de sacerdotes, monjas, scouts, algunas familias. Está el embajador argentino ante la santa sede, Eduardo Valdés, junto a su familia.
Se retira para esperarnos afuera de la capilla, saludarnos y conversar animadamente con cada grupo. Es sorprendente la empatía que genera con cada uno
La homilía de Francisco llega: lenguaje llano, ejemplos cotidianos. Nos dice que el corazón del hombre puede hacer el bien, pero también puede destruir, confundir y dividir. Pone ejemplos interesantes: los que venden armas a países que están en guerra entre sí, o las mujeres que en el mercado o en la parroquia hablan mal de su prójimo. Nos pide que reflexionemos sobre la capacidad de destrucción que hay en nosotros. Habla del origen de esto en el episodio de Caín y Abel.
Termina la misa y Francisco se retira para volver en pocos minutos vestido de blanco papal. Muy cerca nuestro hay una silla de felpa verde, nadie la ocupa. Me había preguntado por qué. El Papa camina lento hacia ella, se sienta y se pone a rezar (junto a los fieles) por unos diez minutos. Inolvidable momento.
Se retira para esperarnos afuera de la capilla, saludarnos y conversar animadamente con cada grupo. Es sorprendente la empatía que genera con cada uno. El lenguaje corporal habla de un hombre común con la enorme responsabilidad de ser el Sumo Pontífice: sonríe, besa a los chicos, conversa en lenguaje coloquial. Nadie lo trata como un rey, lo que sostiene esta profunda relación que ha construido con los fieles y los habitantes de todo el mundo. Verlo moverse ayuda a entender cómo logró en tan poco tiempo entusiasmar a tanta gente más allá de patrias y religiones.
Salimos de la capilla y ya amaneció en Roma. El día comienza, pero para nosotros ya nada será igual.
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