Una malversación ética que mete una cuña entre la vida y la muerte
En millones de hogares argentinos, hay algo más que indignación. Existe la dolorosa sensación de que esta vez se ha llegado demasiado lejos: no solo se metieron con los recursos públicos; se metieron con la esperanza de vida de nuestros padres y nuestros abuelos.
Alterar el orden de prioridades y burlar el sistema de inscripción para acceder a la vacuna contra el coronavirus implica una fase superior de la corrupción a la que los argentinos estamos penosamente acostumbrados. Es una malversación ética que mete una cuña entre la vida y la muerte. Implica arrogarse la impunidad del acomodo para salvarse a sí mismos y a los propios. Es como si en el hundimiento del Titanic, el capitán hubiera dispuesto los primeros botes para sus amigos o, peor aún, para sus obsecuentes.
Ya existía angustia e impotencia por la falta de vacunas para personas mayores, enfermos crónicos, trabajadores expuestos a riesgos cotidianos y docentes (entre otros grupos a los que habría que haberles dado absoluta prioridad). Ahora sabemos que se habían escondido una buena cantidad para ellos mismos y para hacerles favores a sus amigos. Mientras millones de hijos y nietos esperaban un turno para sus padres y sus abuelos, funcionaba un circuito paralelo de telefonazo y acomodo. Detrás de las declaraciones, anuncios, pronósticos y explicaciones “para la gilada”, montaban vacunatorios vip para militantes y parientes. Tal vez suene burdo definirlo así: tan burdo como el sistema que aplicaron para adueñarse de los salvavidas mientras el barco se hundía.
Podría decirse que el escándalo que nos conmueve en estas horas tiene, como telón de fondo, una cultura del acomodo, el ventajismo, el amiguismo mal entendido y la avivada. Es cierto. Hace décadas que se ha debilitado, en nuestra ética ciudadana, la noción del camino recto. La Argentina se ha convertido en un caso de estudio internacional por su tendencia cultural al atajo y la banquina. Las cosas funcionan tan mal y con tantas deficiencias, que muchas veces nos convencemos de que la única manera de agilizar un trámite o encontrar una solución es conseguir “una palanca” o mover una influencia. Así se alarga una cadena de favores, en la que siempre pierden los más débiles y los más tontos: los que no tienen “un contacto” o los que se apegan a las reglas, aunque sea muy evidente que por ahí no se llega a ningún lado.
Esa cultura se ha acentuado, hasta extremos patológicos, con un Estado cada vez más invasivo y más voraz, que hace que todo dependa de un permiso, un registro, una inscripción, una excepción o una licencia. El laberinto de la burocracia estatal alimenta la cultura del atajo y consolida una suerte de “administración blue”, con un carril para el común de los mortales y otro, más rápido y eficaz, para los privilegiados.
Creer, sin embargo, que el escándalo de las vacunas es solo un nuevo capítulo de ese país del acomodo y la palanca, sería ignorar el brusco descenso que implica en nuestro proceso de degradación ética, de pérdida de confianza ciudadana y de cinismo en el poder. Es un hecho que (aun con nuestra capacidad de asombro ya colmada) nos deja perplejos, porque expone a una dirigencia que habla de bien común mientras atiende a su único y exclusivo interés; que habla de solidaridad social mientras ejerce el individualismo extremo y que dice “cuidar” a los mayores y a los vulnerables mientras los condena a la orfandad y el desamparo. Quizá haya que remontarse a las escenas de José López y el revoleo de bolsos millonarios para ver una contradicción tan explícita y chocante entre el discurso y la realidad. El escándalo de las vacunas nos muestra, una vez más, a políticos que conciben la función pública como un derecho impune a la apropiación de los recursos. No importa si se trata de plata, vacunas o privilegios. Importa adueñarse de ellos con arbitrariedad y sin pudor.
Los detalles de la vacunación vip no se leen, en los hogares argentinos, como un escándalo político o como una trama que sacude el tablero del poder. Se leen como un robo de nuestras esperanzas, como un golpe a la confianza ciudadana, como un empujón violento y desaprensivo contra nuestros mayores. Se leen, también, con impotencia y con dolor. Todos los días mueren, como consecuencia de la pandemia, cientos de argentinos que no accedieron a la vacuna. ¿Cómo elaboran el duelo sus familias mientras ven que esas vacunas, que les faltaron a los suyos, las recibían diputados, sindicalistas, ministros y parientes del poder sin importar que no se hubieran inscripto, no hubieran hecho la fila o no les hubieran correspondido?
Escuchar las excusas y explicaciones de los vacunados vip y de los responsables de semejante anomalía, no hace más que acentuar el estupor ciudadano. El desparpajo de alguna confesión radial sobre la vacunación por acomodo nos recuerda al célebre personaje de Brandoni en “Esperando la carroza”, cuando se le parte el alma por esa pobre familia que solo tenía tres empanadas para comer, mientras les roba una sin remordimiento ni vergüenza.
Millones de argentinos, mientras tanto, saben que el de Ginés no fue el único vacunatorio vip que funcionó en estos días. En pequeñas localidades del interior bonaerense, donde todo se sabe y se comenta en las esquinas, genera indignación e impotencia el hecho de que muchos “acomodados” hayan accedido a vacunarse antes que vecinos de más de 90 años, que ni siquiera son muchos y a los que todo intendente conoce. ¿Y cómo habrá sido en “la república de Insfrán”? La sensación dominante, en la conversación ciudadana, es que apenas nos hemos enterado de una ínfima parte del doloroso plan de “vacunación para los amigos y desamparo para el resto”.
El viernes no cayó un ministro; el viernes cayó un telón. Sobre el escenario quedó, desnudo, el cinismo del poder. El dolor y la indignación ciudadana ante semejante espectáculo, debería ser un capital. La única opción es no resignarnos ni bajar los brazos ante la audacia de aquellos que nos roban hasta la ilusión.