Una ley inconstitucional que nadie quiere derogar
Recientemente, la Secretaría de Comercio clausuró supermercados por aplicación de la ley 20.680, conocida como ley de abastecimiento. Al mismo tiempo, se extendió la aplicación de esta ley para la comercialización del trigo. Es, pues, un buen momento para efectuar una crítica a la existencia de la ley mencionada. Nuestro país la arrastra, como Sísifo a su piedra, desde 1974.
La ley de abastecimiento permite, entre otras cosas, que un funcionario fije precios mínimos o precios máximos, establezca cuotas de producción, obligue a producir a pérdida o, incluso, intervenga en empresas y disponga de bienes de terceros. Para el que no cumpla con las directivas de ese funcionario, la ley prevé multas, clausuras, inhabilitaciones, pérdidas de marcas o patentes, arresto y prisión.
No se necesitan mayores argumentos para sostener la manifiesta inconstitucionalidad de gran parte de esa norma. Ella desconoce el derecho de propiedad y todas las libertades económicas, viola el derecho de defensa, constituye una ley penal en blanco y es una delegación de facultades legislativas aún más amplia e inadmisible que el caso de las retenciones al agro. No hay mucho que discutir: la ley es inconstitucional, y cualquier esfuerzo por explicar lo contrario sólo serviría para poner en evidencia un notorio desinterés por ver en la Constitución una norma jurídica que limite la discrecionalidad de los poderes constituidos.
Sin embargo, la ley está ahí, amenazante, jurídicamente suspendida desde 1991, pero activa en la práctica, erigiéndose como un verdadero monumento al proceso de desconstitucionalización que padece el país. Ocurre que el "poder de fuego" que la ley de abastecimiento otorga a quien está circunstancialmente en el poder convierte a su cuestionamiento judicial por los particulares en un acto heroico, que los expone a represalias aun mayores.
En momentos en que se habla de reforma constitucional, en épocas en las cuales la Constitución Nacional parece amenazada por quienes pugnan por dejar de lado todo límite al gobernante, ya sea bajo la excusa de un impreciso derecho universal que se acomoda a las circunstancias o enarbolando la bandera de la preeminencia absoluta de la decisión mayoritaria, quizá debamos retomar la defensa del ordenamiento jurídico. El desafío es respetarlo, y no modificarlo para que nada cambie en los hechos.
En la reforma de 1994 se pretendió reforzar el federalismo y limitar el presidencialismo. Si bien las reformas introducidas no están exentas de crítica, su fracaso, en este aspecto categórico y evidente, no debemos buscarlo en sus disposiciones, sino en la falta de compromiso por parte de las autoridades y de la sociedad civil.
La aplicación de la ley de abastecimiento no es sólo responsabilidad del actual gobierno. Esta ley, a pesar de su absoluta incompatibilidad con un sistema de verdad republicano, ha sobrevivido a los más diversos gobiernos y ha sido aplicada por militares y civiles. Que en su momento sólo se la haya suspendido y no derogado pone de manifiesto la dificultad de lograr que los gobernantes renuncien a una herramienta que les confiere poderes ilimitados sobre la vida económica de la sociedad.
El ordenamiento jurídico de un país y el grado de cumplimiento de éste no son el resultado de fuerzas extrañas; el ser humano es su artífice y sobre él pesa la responsabilidad final. De nosotros depende vivir al amparo de un Estado de Derecho o en un país dirigido por azarosas e imprevisibles decisiones administrativas.
La elección parece sencilla; la práctica lo pone en duda.
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