Una lección de vida en el taller de Sábat
Lo vi por última vez en esta Redacción, en julio, cuando vino a la entrevista que le hizo Hugo Alconada Mon para su programa 99% - La disciplina del éxito, en LN+. Lo saludé, como un admirador más, y, por supuesto, no me reconoció. Habían pasado 40 años desde nuestro anterior encuentro, y por entonces yo vestía uniforme de colegio secundario y el maestro Hermenegildo Sábat promediaba sus cuarenta.
Mi devoción por su arte era absoluta. Lo es todavía hoy. Había en sus trazos algo que no se ve sino en los genios. Una vez creados, sus dibujos parecían haber existido desde siempre y pasaban a formar parte de la realidad. Sus obras tenían la ilación de los seres vivos y sus líneas evocaban las fuerzas de la naturaleza. Nacían, sus dibujos, perfectos, pero no solo por su excelencia, que es el sentido que le damos a esa palabra en español. En latín, perfectum significa asimismo completo, terminado. Jugaba gloriosamente con el blanco, con los espacios vacíos, pero con unas pocas líneas originaba un objeto íntegro y único. Perfecto. Sábat era un maestro, no cabe duda. Y fue también mi maestro.
Unos 40 años atrás, había empezado a publicar humor gráfico en una revista. Ya les contaré esa historia, es larga y sorprendente.
En todo caso, luego de un tiempo, habiendo conseguido cierta regularidad, resolví mejorar mi técnica. Para mi asombro, el gran Sábat tenía un taller, daba clases. No recuerdo cómo me enteré de esto, pero la lección que aprendí ese día no se me olvidará jamás, y se ha convertido en una de esas corrientes interiores, invisibles y subyacentes que te guían durante toda la vida.
Fui su alumno un solo día, y eso le alcanzó para orientar mi carrera en la dirección correcta. Muy pocas personas tienen ese poder.
Creo que no dibujé nada en esa primera y última jornada en su taller. Era todo demasiado nuevo y fascinante. Era también la primera vez que tomaba clases sin que intervinieran mis padres en la decisión. La emoción me dejó una memoria insólitamente clara de muchos detalles. Sin embargo, la clave no estaba en las mesas, los lápices, las carbonillas o el papel grueso y rugoso. La clave estaba en el mismo Sábat.
Es increíble. Recuerdo la escena en blanco y negro. Como las fotos de las muchas biografías de artistas que devoraba durante mi adolescencia, en busca de respuestas. Ahora estaba dentro de una de esas escenas, y mi atención se centró en el maestro. Se me hizo muy pronto evidente que Sábat sentía una pasión abrumadora por su arte. A mí me gustaba mucho dibujar y pintar. Ese día aprendí que no alcanzaba con eso. No alcanzaba con que solo me gustara.
Lo observé todo el tiempo, mucho tiempo. La manera en que hablaba, sus gestos, la intensidad de su mirada, el ceño hosco que, sin embargo, irradiaba felicidad. La carbonilla permaneció sobre mi hoja en blanco. "Cada dibujo te dibuja a vos", le dijo a Alconada en la entrevista de julio. Es lo que vi 40 años atrás. Que Sábat era uno con su obra. "Yo soy eso, soy un tipo que dibuja", resumió en aquel reportaje.
Ese día en su taller descubrí que quería eso. Quería eso para mí. Seguía con la mirada al artista cuyos dibujos me fascinaban y me daba cuenta de que, aunque anhelaba sentirme así, así de vivo y bienaventurado, eso nunca iba a ocurrirme con la música -con la que también coqueteaba- ni con el lápiz y los pinceles.
Pasarían todavía varios años y una guerra antes de que descubriera mi verdadero camino. Pero la lección primera me la dio Hermenegildo Sábat con su estatura intelectual, su pasión insobornable y su compromiso. De no haber ido ese día a su taller, es probable que todavía anduviera un poco perdido. Quiso Dios que pudiera darle la mano una vez más, luego de un periplo tan inmenso de décadas y zozobra, de logros, sinsabores, dicha y mucho, pero mucho trabajo. Se me olvidó, sin embargo, darle las gracias. Por eso, este breve texto. Maestro, gracias.