Una lección de distancia social
García Márquez escribió un libro de título inspirador: El amor en tiempos del cólera. Cuando termine la actual pandemia, habrá muchas historias de amor nacidas y muertas en tiempos de coronavirus. Estoy seguro de eso porque viví una. Pero no me voy a referir a ella porque resultaría inverosímil a esta altura andina o alpina de mis años. Quedará como memoria póstuma. Los amigos y enemigos sobrevivientes dirán: "¡Qué presumido! Escribió afiebrado ese relato y creyó que era verdad. Dios le concedió esa última gracia". Entretanto, como dice Quevedo, mi cuerpo entero será ceniza: mi carne, mis venas, mis médulas "polvo serán, mas polvo enamorado".
Salto a un episodio más verosímil. Fue en 1960. Tenía 18 años y estábamos de vacaciones con mi padre y mi madre, en Italia, en la región de Las Marcas, donde él, ateo acérrimo, había nacido. Sus hermanos, cuñadas y sobrinos eran católicos y organizaron una especie de peregrinación al santuario de Loreto. Según la leyenda, allí se conserva, dentro de la magnífica basílica de Bramante, la casa donde nació la Virgen María en Nazaret, ahora rodeada de peregrinos y obras de arte.
El motivo de la peregrinación de los Beccacece era agradecer a la Virgen por la visita de mi padre y ¡convertirlo! Un domingo, finalmente, fuimos a Loreto. Tenía curiosidad por ver la casa donde, se decía, la Virgen había recibido la Anunciación. No creía en nada de eso, pero me fascinaba la historia aeronáutica del traslado de la Santa Casa desde Nazaret a Loreto. Según la leyenda medieval, en 1291, cuando los musulmanes se apoderaron de la ciudad, los ángeles alados mudaron la Casa a Loreto. Para los historiadores, los príncipes Angeli Comneno, una rama de la familia imperial de Constantinopla, pagaron la travesía marítima de la reliquia.
Entramos. Mis primas susurraban exclamaciones admirativas. Una de ellas estaba acompañada por su novio, Michele, de eterna sonrisa burlona y ojos verdes, táctiles y clandestinos, de muchacho pantera.
Quienes habían ido en tour tenían guías, pero nosotros no los teníamos. Hubo un milagro. De la multitud, surgió un cura de ¿cuarenta años? Era regordete, feo, insignificante. La angustia lo distinguía. Su cara estaba bañada en un sudor nervioso. Era justo el tipo de cura que me inspiraba pena y rechazo físico. Su sotana olía mal. Fue derecho hasta donde yo estaba, como si los otros no le importaran. Se presentó: "Don Loris. Me parecieron perdidos, por eso me acerqué. Quisiera que conozcan lo hermosa que es esta, mi casa. A usted le gusta el arte. Lo sé. Es como yo: diferente". Los Beccacece lo escuchaban con simpatía cómplice. Tendrían guía gratis.
Se hacía difícil seguir a Loris en medio de la multitud. De pronto, se detuvo y me dijo: "Salgamos de aquí. Los voy a llevar a una parte de la basílica en restauración donde solo yo los puedo hacer pasar: la sacristía de San Marco, pintada por Melozzo da Forlì; y la de San Giorgio, pintada por Luca Signorelli. No nos perdamos. Deme su mano". La de él estaba sudada de miedo y emoción. Apretó la mía y los Beccacece lo seguimos. Primero entramos en la Sacristía de San Marco. Mientras hablaba, Loris se transformó en la caricatura de un gran artista o de un gran señor. Esa fue la primera vez que oí el nombre de Melozzo y vi sus pinturas. Nunca había estado yo ante ángeles tan dulces.
En cambio, había visto reproducciones de obras de Signorelli en las clases del historiador Héctor Schenone. De su ángel músico vestido de rosa, emanaba en la cúpula de Loreto una serenidad que nunca olvidé. También me quedé inmóvil mirando La conversión de San Pablo; pero Loris, de un brazo, me arrancó de aquellos esbeltos jóvenes.
Don Loris nos acompañó a la salida de la basílica y nos bendijo a modo de despedida. Le agradecimos. Con mis manos tomé las del sacerdote y se las besé. Sentí la vileza de ese acto teatral. Ese beso buscaba provocar a Loris y a Michele, y fastidiar a mi padre. Don Loris escapó de mí y corrió al interior del templo. En mis manos y mis labios había dejado el rastro maloliente de sus manos. Fue mi primera lección de distancia social.