Una larga luna de miel
Ha pasado un año y la luna de miel de la opinión pública mundial con el papa Francisco continúa. Más: con el pasar del tiempo, se ha intensificado. Son testigos los romanos: se habían acostumbrado a la Plaza San Pedro triste y desolada de Benedicto XVI y de lo primero que hablan hoy es de las multitudes y del entusiasmo que brota cuando aparece la silueta del Papa en la ventana del palacio apostólico. Lo cuentan los católicos y lo admiten los otros: algo importante ha cambiado en la percepción de la Iglesia. Y es así en todos lados, desde los Estados Unidos hasta Alemania, pasando por muchos países ajenos a la tradición cristiana. Por algo será. Como comentaba un académico muy vinculado con los círculos vaticanos pero escéptico sobre las tendencias doctrinales de Francisco: cuando lo eligieron, la impresión fue que la crisis eclesial eran tan profunda que los cardenales habían recurrido a él como si fuera la última carta: un papa del Sur, con fuerza de acero y sonrisa dulce, capaz de gobernar y capaz de rezar. Después de un año, la mayoría de ellos estaría conforme: la apuesta les salió bien y la Iglesia recobró parte del prestigio perdido.
Es probable que el Papa sea el primero en desconfiar de tanta celebridad y unanimidad alrededor de su persona. Falta muy poco para que el apoyo plebiscitario se transforme en tremenda soledad o, peor todavía, en navegación peligrosa entre amigos que no son tan amigos. De todos modos, la luna de miel continúa y habrá que interpretarla. Para hacerlo, más vale distinguir entre el entusiasmo de los fieles y la admiración de la opinión mundial. Con respecto a los primeros, a los millones de católicos de las más diferentes ideas desparramados por el mundo, no creo que el elemento que les resulte más atractivo de Francisco sea la tan debatida "reforma de la curia". Reforma que Bergoglio está haciendo día tras día a golpes de decisiones personales. Sin duda habrán resultado consoladores sus cambios en el Instituto para las Obras de Religión (IOR), la creciente universalización de la curia, los nuevos nombramientos en la polémica Secretaría de Estado, quizá también algunos tímidos gestos de apertura hacia los divorciados y otros católicos caídos al margen de la Iglesia. Pero la impresión es que la principal razón de su popularidad entre los fieles es la nítida sensación de una Iglesia en movimiento, junto con el orgullo de formar parte de una comunidad que estaba todos los días en la trinchera, obligada a defenderse de los escándalos y que hoy aparece alegre y abierta al mundo, decidida a defender sus valores: parece poco, pero es muchísimo.
La cosa es diferente en el mundo laico, entre los grandes y menos grandes del mundo, entre aquellos –y son la mayoría– para los que el Papa es una figura mediática más que una referencia espiritual. ¿A qué se debe el gran éxito del Papa entre ellos? Destacan, por ejemplo, la evidente capacidad y el no menos evidente gozo de Francisco en comunicarse con las masas y las personas, las colectividades y los individuos, siempre con lenguaje comprensible y actitud de diálogo. Una razón más: la falta de grandes líderes en el mundo actual. No cabe la menor duda de que la "grandeza" del Papa se basa en cierta medida en la pequeñez de los otros liderazgos mundiales, aunque hay que reconocer que, en la compleja coyuntura que atraviesa el mundo, despertar adhesiones y ser aclamado es más fácil para el Papa que para los líderes políticos: Francisco tiene la ventaja que confiere la libertad de expresar valores sin cargar con la responsabilidad de su concretización. No tiene que mediar con lobbies y parlamentos, no tiene que cuidar equilibrios geopolíticos ni cuentas fiscales para defender, no debe ganar elecciones. Es sin duda más fácil y popular condenar la "globalización liberal" y manifestarse solidario con los pobres que gobernar esa misma globalización y combatir la pobreza. Incluso se podría objetar que en muchos casos las ideas económicas y sociales del Pontífice, de ser aplicadas, no darían resultados satisfactorios para los fines que busca. Pero, siendo su misión en el mundo la de anunciar el Evangelio, puede soslayar las cuestiones técnicas y políticas que son como plomo en las alas de los gobernantes.
Para terminar, hay dos aspectos más de la luna de miel del Papa con la opinión publica mundial que suelen escapar al análisis, pero que son centrales en toda la trayectoria de Francisco.
El primero es que Francisco se cuida siempre de transmitir un mensaje positivo y no confrontacional: propone los valores evangélicos sin despotricar en contra de los valores de otras culturas. Aunque todo su itinerario hasta aquí coincide con una visión del mundo que está en las antípodas de la tradición laica y liberal, no cae en las estériles luchas del pasado, a sabiendas de que en nada serviría para su causa; peor aún, compactaría en contra de la Iglesia a una cultura laica tan fragmentada y desorientada. En este sentido, la actitud para el diálogo de Francisco le permite superar los límites de audiencia que la Iglesia Católica nunca había superado en las últimas décadas.
El segundo aspecto es tal vez el más profundo y el que todavía tiene perfil más indefinido. Como buen discípulo de los teólogos de la cultura, convencido de que muchos pueblos tienen contextura cristiana sin saberlo o admitirlo, o sea que son cristianos en su escala de valores, más allá de que profesen más o menos la fidelidad al Dios de los católicos, Francisco habla de valores comunes más que de fidelidad a la Iglesia, de cultura más que de doctrina, de buen sentido más que de dogmas. Su desafío, casi gramsciano, es por la hegemonía ideal del catolicismo entre los hombres; todos, pertenezcan o no a la Iglesia. Por ahora funciona.
¿Cuánto durará la luna de miel? Hay amores que son para toda la vida y el del papa Francisco con el mundo podría ser uno de aquéllos. Otra cuestión, más debatible, es la discusión sobre la eficacia de su mensaje. La universalidad y el diálogo podrían limitar las definiciones y, por lo tanto, los resultados. O al revés: a medida que tome definiciones más netas acerca de diferentes temas espinosos, podría aumentar la disidencia hacia su figura: entre los laicos y, aún más, entre los católicos. Al mismo tiempo, una cosa son las plazas llenas y otra cosa es producir cambios en los corazones: diferente es conquistar la estima de todos que convencerlos de las propias ideas. En ese sentido, puede ser que la popularidad y la amabilidad del Papa seduzcan a muchas personas sin, por otra parte, lograr cambiar por ello el camino de la secularización. A la que sin duda Francisco ve como una dañina descristianización del mundo.
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