Una Justicia sexista que analiza más a la víctima que al acusado
Es un lugar común en el arte decir que el verdadero logro de Leonardo Da Vinci al pintar La Gioconda no fue esa sonrisa desconcertante, sino el aire. El aire, la atmósfera. La verdadera maestría del cuadro radicaba -si es que en un solo detalle- en haber vuelto visible lo que nadie antes había detectado. Eso que estaba ahí, flotando sin ser visto.
Con el sexismo ocurre otro tanto. A fuerza de respirarlo, de asimilarlo, de convivir con él desde siempre, se ha vuelto imperceptible. ¿Cómo se repara en lo que ni siquiera notamos? ¿Cómo se detecta eso ya invisible de tan visto?
La absolución de los tres involucrados en la muerte de Lucía Pérez, la chica a la que dos de ellos pasaron a buscar en una camioneta por su casa y casi veinticuatro horas después era depositada por los mismos (y ya sin vida) en una salita de salud, vuelve a poner el foco en qué vemos cuando miramos. Y, en particular, qué ven los ojos supuestamente ciegos de la Justicia para llegar a fallos como este.
De la lectura del documento se desprende que la investigación tuvo fallas. Pero también ahí, como una sombra siniestra, está la mirada misógina, conservadora y sexista del tribunal, sobrevolándolo todo. Por eso la sentencia fue apelada. Y desde la OEA ya elevaron dos cartas a la Corte Suprema argentina expresando "preocupación" por el fallo, pidiendo una "rectificación" y que se asegure "un efectivo acceso a la Justicia para los familiares".
Lo que se sabe: una menor de edad es abordada el 7 de octubre a la salida del colegio por un vendedor de drogas casi diez años mayor al que le queda debiendo plata. A las nueve de la mañana del día siguiente, el dealer (Matías Farías) pasa a buscar a Lucía -la víctima- y en seis horas reaparece con la chica ya muerta. Lo que sucedió en el medio para el tribunal es claro: se drogaron juntos y ella se murió. Fin.
¿No hubo entonces abuso en un contexto de evidente asimetría de poder entre una menor de 16 y un "transa" de 23? Para esta Justicia, no. ¿Por qué según los jueces Farías no cosifica a las mujeres? Porque al despedirse de su ex le escribe "te amo". ¿Por qué su idea no era drogar y violar a Lucía? Porque camino a la casa de la que la adolescente saldrá muerta le compró una chocolatada. Alguien así de "amable", dicen sus señorías, ¿qué mala intención podría tener?
Con ese mismo criterio, tampoco debería sospecharse de un hombre que decora con ositos cada carta a su novia ni de un padre que promete ver a su ex para llevarle "un peluche para la gorda". Las 113 puñaladas de Fabián Tablado (el de las cartas con ositos) a Carolina Aló y el asesinato de Andrea Acosta (apuñalada y arrojada a una alcantarilla junto a su hijita Martina, la "gorda" a quien el femicida le llevaría un peluche) dicen cómo las palabras, en boca de los violentos, son de aire. De nada.
Para Natalia Gherardi, del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), "estas sentencias muestran que todavía falta mucho por recorrer. La obligación de administrar justicia analizando las evidencias sin los prejuicios de una cultura machista está establecida en las leyes nacionales y los tratados internacionales. Pero no todas las personas en el Poder Judicial tienen esta formación".
Pero el fallo por la muerte de Lucía es revelador también en otros sentidos. Por caso, se termina sabiendo todo sobre la víctima y nada sobre los acusados. De ella aprendemos -por dichos de terceros- que "le gustaba el sexo violento" y que, según el tribunal, tenía "carácter fuerte". De Matías Farías solo consta que vendía drogas y de Offidani (otro acusado, ese en cuyo celular se encontraron decenas de videos porno) sabemos aún menos. ¿Por qué? Porque para esta Justicia solo las víctimas dan explicaciones.
El Observatorio de Sentencias Judiciales lo deja en evidencia: hay acusados "menos culpables" porque la mujer usaba ropa interior roja, no limpiaba la casa o, como Lucía, tenía "carácter fuerte". Siempre es la víctima quien debe convencer de que no "merecía" ser violada o morir a los dieciséis. Ni apuñalada. Ni quemada viva.
Marta Montero es la mamá de Lucía Pérez y tiene los ojos de su hija. Pero tiene, también, lo que Lucía ya no: una voz potente y datos precisos. "Les dieron una sentencia de ocho años por tenencia de estupefacientes... de primera calidad. ¿Quién compra esa droga? ¿Los chicos de los barrios? No: esa droga la compra otro tipo de gente. Ellos sabían lo que estaban haciendo. Ellos no estaban drogados. Se aprovecharon de ella para drogarla de una manera que no podía saber ni quién era. Entonces, cuando la perito dice que "no hubo marcas de defensa", ¿de qué defensa habla, si era una persona con una sobredosis? Yo soy enfermera y sé que Lucía tenía hasta los alvéolos pulmonares reventados. Mirá hasta dónde estaba intoxicada. La violaron hasta matarla y después de muerta la siguieron violando. Y ahora es la Justicia la que la vuelve a violar". Los ojos de Marta, de un verde grisáceo, son un mar furioso. Pero una Justicia que no les cree a las vivas difícilmente les crea a las muertas. Por muchas que sean.
El 5 de diciembre un mar pero de mujeres acompañó a Marta y a su hijo, Matías, en una protesta por el fallo que fue desde Tribunales hasta Plaza de Mayo. Cuadras y cuadras escuchando nombres: Wanda Taddei, Maricel Zambrano, Melina Romero, Carolina Aló, Araceli Fulles, Micaela García. Y las decenas que ni siquiera llegaron a convertirse en un "caso impactante" sobre el telón de fondo de una Justicia que mira y no ve. "Tenemos una Justicia reacia a incorporar la perspectiva de género", explica Ada Rico, de La Casa del Encuentro, la primera ONG en contar a las muertas de la violencia sexista. "Van buscando atenuantes. En vez de darle al femicida la perpetua que le corresponde, buscan argumentos para que pase como un homicidio simple. En el caso de Paola Acosta, la Justicia dijo que no fue un femicidio porque ella estaba reclamando la cuota alimentaria", explica. Para esta Justicia, quien no encaja en el estereotipo de la "buena mujer" (silente, frágil, modesta) reduce la culpa de los violentos. La reciente sanción de la ley Micaela (que impulsa la capacitación en perspectiva de género de funcionarios de los tres poderes) busca cambiar esa realidad. Pero la ausencia de varias legisladoras y el voto en contra del diputado Olmedo dicen que aún estamos lejos de parar la sangría.
-"¡Yo sabía, yo sabía, que a los femicidas, los cuida la policía!"
-"¡Y la Justicia!", coreaba la multitud.
La madre y el hermano de Lucía abrían el cortejo y, tras ellos, un río de mujeres sobre un río de nombres de otras mujeres. Ellas y nosotras. Y nosotras, las vivas, recordando a las muertas. Cada treinta horas, alguna de nosotras cruza la línea. Y se vuelve un nuevo nombre para vocear en la próxima marcha.
Al llegar a la plaza, los carteles con la cara de Lucía se multiplicaron por diez, por cien, por mil. En un mar de Lucías, Marta habló de los "jueces apolillados" y de un sistema que mira a las víctimas, nunca a los acusados. Y recordó a su hija, esa a la que nunca dejó ir a bailar "porque era muy chica". Esa con la que alguna vez había planeado viajar a conocer Buenos Aires. Esa cuya muerte, para la Justicia argentina, no tuvo más responsable que ella misma.