Una izquierda sin memoria
La masacre y la derrota convirtieron al nazismo en mala palabra; los crímenes y traiciones cometidos en nombre del socialismo, en cambio, son para la internacional de las almas bellas solo un traspié en un camino virtuoso: su herencia cultural permanece inmaculada
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Mi casa se convirtió en un lugar vacío.
La repentina muerte de aquel hombre que le daba cuerda al mundo era un hecho irreductible. Médico, dueño de un optimismo doctrinal contagioso, mi padre nos había prometido el paraíso en la Tierra, pero, de manera inesperada, el 6 de enero de 1968, exactamente el día que se cumplían cincuenta años de la fundación del Partido Comunista argentino, se le ocurrió ahogarse. Nosotros, sus marineros incondicionales, nos quedamos entonces varados en nuestro puerto de la calle Posadas sin saber cómo navegar, para dónde navegar. El universo se había disuelto de repente.
La desesperación y desesperanza impulsaron a mi madre a tomar una de sus primeras determinaciones con visos de futuro, además de la de vaciar el ropero de quien ya no volvería a llenar sus días y sus noches. Pocas semanas después del accidente, con la voz quebrada –como la tendría por el resto de su existencia– me pidió que me aprontara “para realizar una visita muy importante”. Yo, que estaba atravesando los 14 y ya militaba en la Federación Juvenil Comunista, entendí inmediatamente la trascendencia de la convocatoria. Me atavié con mi mejor saco y mi mejor corbata y, sentado junto a ella en sacramental mutismo, me dispuse a esperar la llegada de nuestro contacto. A la hora estipulada, el timbre del portero eléctrico nos puso en movimiento marcial. En la puerta del edificio, una persona mayor de rostro gentil nos indicó que subiéramos al vehículo que esperaba en marcha. Dando múltiples rodeos para evitar posibles seguimientos, el auto atravesó la ciudad. Finalmente, en la entrada de una propiedad horizontal ubicada en el barrio de Saavedra (o quizá fuera Núñez: no pude ni quise registrar con exactitud las coordenadas), el legendario Rodolfo Ghioldi, acompañado de su esposa, Carmen, nos daba la bienvenida.
Ghioldi, a quien José Claudio Escribano suele rememorar como “el Suslov argentino” (por Mijail Suslov, 1902-1982, miembro distinguido de la elite intelectual de la Rusia soviética), fue uno de los principales teóricos del Movimiento Comunista Internacional. Fundador, junto a José Fernando Penelón y Victorio Codovilla, del PC argentino en 1918, integró la Columna Prestes en Brasil, padeció cinco años de cárcel como consecuencia de aquella insurrección armada, además de sufrir un atentado en Misiones por el que llevaría incrustada una bala en su cuerpo por el resto de sus días. Galardonado dos veces con las máximas condecoraciones otorgadas por la entonces URSS, en su foja de servicio resaltaba asimismo el haber sido el único argentino en conocer personalmente al jefe de la Revolución de Octubre, Vladimir Illich Lenin, durante las deliberaciones de la primera reunión de la III Internacional, realizada en Moscú en 1919.
Amén de un gesto de cortesía y agradecimiento por los servicios prestados por quien fue su médico de cabecera, la reunión con el histórico dirigente tenía un objetivo muy preciso: había que decidir quién se haría cargo de la Clínica Monteagudo, de la ciudad de Banfield, fundada por papá y que, además de un exitoso y rentable emprendimiento, era el centro médico en el que se atendían –gratuitamente, por supuesto– varios miembros del Comité Central partidario.
En sentido práctico, mamá se fue del encuentro con el nombre de un galeno formado en Cuba y la convicción de que las cuestiones pedestres de la empresa ya no eran asunto suyo: el Partido tomaba el poder. Para mí, aquella cumbre significó algo más. Conocer “al camarada Rodolfo”, asomarme a su intimidad –privilegio que muy pocos militantes tenían– y constatar que se trataba de una persona de gestos austeros, que habitaba una vivienda sencilla en la que los libros desbordaban todos los ambientes, fue el ritual de iniciación de lo que sería una vida monacal consagrada exclusivamente a esparcir las bondades de la causa proletaria. Había llegado como huérfano y me retiraba con la convicción de haberme convertido en hijo privilegiado del padre más poderoso y omnisciente de la Tierra. Un nuevo y gran amor venía en resguardo de mi soledad. El Partido (el único del mundo que se escribía con mayúscula y no requería aclaración alguna) fue desde entonces mi vida y mi obsesión. Permanecí en sus entrañas hasta pasados los treinta años. Mi religiosidad solo cedió cuando empecé a percibir que el enclaustramiento, la dedicación exclusiva y excluyente que requería su gris burocracia me estaban enfermando. Huir fue, por sobre todas las cosas, un acto intuitivo de supervivencia. Me hubiera gustado retirarme silenciosamente; si salí por la ventana, fue solo porque en esa hermética cofradía no se permitía la libre circulación de los espíritus: renunciar era sinónimo de claudicación y, las más de las veces, de alta traición. Terminé, por supuesto, lapidado simbólicamente por muchos de mis excamaradas.
Procesar el desencanto me llevaría el resto de mi existencia. Todas mis cavilaciones actuales tienen como punto de referencia aquel enamoramiento y aquella decepción. Aún hoy me cuesta aceptar que ese poderoso relato –tan atrapante, tan perfecto– que insumió casi un siglo en montarse pudiera devenir farsa con apenas levantar una barrera y derribar un hosco muro.
Mientras el mundo intelectual de izquierdas se sigue ahuecando y trata de saltearse la revisión imprescindible de su horrible devenir (se “melancoliza”, según el investigador italiano Enzo Traverso) o dibuja y adapta aquellos ideales jugando al populismo rapaz, a mí me persiguen los mismos fantasmas del ayer: ¿cómo fue posible que tanta sangre y tanta pasión hayan ido a parar, sin más, al basurero de la historia? Alcanza con observar a los oligarcas rusos –la mayoría, exmiembros de la nomenclatura soviética– recorriendo océanos en sus yates de lujo para experimentar el profundo sentido de la náusea.
La honestidad no es sinónimo de buenas acciones, es cierto. Muchos de los peores crímenes de la historia fueron cometidos por hombres y mujeres de buena fe. Pero al salto olímpico hacia la impostura, a la degradación de las conciencias y la malformación de las almas les añaden el fracaso universal de la izquierda, un patetismo de imposible digestión. Por eso, no creo que desmenuzar y poner en negro sobre blanco aquel malentendido histórico que albergó a tres cuartas partes de los habitantes del planeta sea una tarea que pueda pasarse por alto. Hay una cuenta que todavía no está saldada; y demasiados impostores intentando vender la misma mercadería sin siquiera purgar las tripas.
La masacre y la derrota convirtieron al nazismo en mala palabra. Los crímenes y traiciones cometidos en nombre del socialismo, en cambio, son para la internacional de las almas bellas apenas un traspié en un camino virtuoso: su herencia cultural permanece inmaculada. Los vanguardistas de ayer han devenido hoy recalcitrantes conservadores; como niños que no quieren crecer para no tener que afrontar el peso de su propia responsabilidad, asumen la herencia –por cierto, muy bien documentada en Revolución. Una historia intelectual, la última y voluminosa obra de Traverso–, pero omitiendo un dato fundamental: aquella ilusión trocó en pesadilla, fue quizá la estafa más grande de la historia universal.
La recuperación del pensamiento de izquierda, la democratización de sus prácticas –si eso fuera posible– no podrán concretarse mientras no haya una profunda revisión de las causas que condujeron a semejante desfalco. Quizá por eso, cada vez que intentaron una nueva edición –el castrismo, el chavismo o el orteguismo– volvió a salirles lo mismo, pero peor: regímenes sangrientos, dictaduras feroces, burócratas ricos y pueblos miserables.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino