Una historia que quiere ser la "derrota literaria" de ETA
Nación. En Patria (Tusquets), Fernando Aramburu reconstruye los efectos de la violencia terrorista en dos familias, y con ellas da forma a un manifiesto humanista
Cuando era chico, solía sentirme atraído por la idea de patria. Aunque el “honor” de representar a San Martín sólo me fue conferido en una oportunidad, las fiestas escolares, con sus banderas argentinas y sus fotos de Billiken, me resultaban francamente atractivas. Vestido de negro, como me tocaba casi siempre, ponía la cara cerca de la de mi mamá, que con un corcho quemado me llenaba de oscuridad y de alegría. En la mano, llevaba un cesto con empanadas y algunos pastelitos de membrillo. Comiendo grasa entre amigos no era difícil que uno se sintiese un patriota.
Supongo que ésos fueron los últimos momentos en los que sentí algún atractivo por aquella idea. En mi casa, no solían escucharse buenas cosas al respecto. “En nombre de las patrias se hacen las guerras” o “los dictadores son siempre los que se embanderan en el patriotismo” eran frases recurrentes. Mi tío abuelo Mauricio había ido como voluntario a la Segunda Guerra Mundial para derrotar al fascismo, en nombre del humanismo, y en contra de la idea de patria. Algunos de mis tíos habían tenido que exiliarse del país por culpa de esa misma idea. Evidentemente, para una familia antimilitarista y de izquierda, que había soportado la horrenda concepción de argentinidad impuesta por los militares a punta de pistola y desapariciones, ése no parecía ser un concepto saludable.
La patria, lo sabemos, hace referencia a unos valores compartidos. Según sus defensores, éstos son innatos e inalterables, y se ubican por encima de los que cada uno defiende y argumenta. De una manera u otra, todos aquellos que se reivindican como patriotas crean un marco valorativo sin reconocer que lo hacen. De un lado colocan la “patria”. Y del otro ubican la “traición”. La idea, es evidente, porta una pulsión autoritaria: la de la homogeneización compulsiva que, llevada al extremo, se torna excluyente. Los patriotas no unen a los hombres por sus derechos o valores sino por la identidad que ellos mismos proclaman como valiosa y verdadera. La de patria es una idea particularista y cerrada. Y de un peligroso romanticismo. Porque puede llevar fácilmente al supremacismo y al desprecio.
Las izquierdas fueron tradicionalmente críticas del pensamiento patriótico. Como deudoras de la tradición humanista y liberal, entendían que aquello de las patrias no era más que un engaño de nacionalistas de derecha. Karl Marx llegó a escribir palabras memorables para condenar a sus defensores: “Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no tienen”, dijo en su día. Los anarquistas fueron firmes defensores del internacionalismo antipatriótico y los socialistas –hasta que algunos en 1914 aceptaron ingresar en la Primera Guerra Mundial, al anteponer los intereses “nacionales” frente a los de “clase” y “ciudadanía”– forjaron una tradición cosmopolita francamente opuesta a la de los patrioteros.
Suelo preguntarme qué sucede con los que no aceptan la idea de “patria” que se les impone. Qué pasa con los que, con intransigencia y valentía dicen: “Si esto que ustedes profesan es la patria, yo no soy patriota”. La respuesta es simple: son marginados y purgados. Son negados por los que escriben la historia.
Dicha futura, dolor presente
Fernando Aramburu quiso elegir su patria. Pero le fue impuesta otra. En su nación –la vasca– un grupo de asesinos disfrazados de revolucionarios apuntaban a personas inocentes para llevar a cabo su lucha por lo que llamaban una “Euskal Herria independiente y socialista”. ETA, la organización político-militar que había enfrentado a la dictadura franquista –cuya política de persecución del idioma vasco y de las particularidades nacionales había sido funesta–, siguió matando impunemente en democracia. Sus métodos se deslizaron por el sinuoso camino del terror: tiros en la nuca a un panadero o a un guardia civil, extorsión a los empresarios que se negaban a aportar el “impuesto revolucionario”, bombazos a concejales de pequeñas ciudades. La dicha futura, decían, justificaba el dolor del presente.
Patria, la novela en la que Fernando Aramburu pretende “derrotar literariamente” a la banda terrorista, publicada recientemente en la Argentina por Tusquets, es un documento en favor de la vida. Una pretensión concreta de crear espacios de memoria y verdad. Centrada en la historia de dos familias, Patria recrea lo que, durante cuarenta años, significó la vida en pequeños pueblos del País Vasco. Relata la perversión, el clima espeso y viciado, la necesaria elección de los ciudadanos en función del discurso criminal. Y relata también el resultado evidente: las familias y los amigos acaban divididos por la oscura frontera de la muerte.
Bittori y Miren, personajes centrales de la novela, constituyen el ejemplo de esa separación. Amigas de la infancia y juventud, sus caminos se bifurcan por la violencia de ETA. Mientras que Miren se compromete con las ideas de su hijo unido a los terroristas, Bittori sólo espera que los asesinos de Txato, su marido, le pidan perdón. Además de perder a su esposo –un pequeño empresario que se negó a aportar dinero a la causa etarra– Bittori pierde la paz, la tranquilidad y hasta su pueblo. Pierde su fe en Dios y en una Iglesia más adepta a los asesinos que a los asesinados. En cambio, Miren pierde a su hijo, que acaba en la cárcel, torturado por la policía. El discurso del “conflicto vasco” auspiciado por los terroristas destruye amores e historias. La única realidad constatable es el miedo. El que roza a los nueve personajes principales de la novela y el que se apodera de la sociedad vasca.
El de ETA, lo sabemos, fue un terrorismo particularmente execrable. A diferencia de numerosas organizaciones insurgentes, los etarras no enfrentaron de modo permanente a una dictadura ni lucharon en condiciones de extrema opresión. No eran antifascistas que, en pos de la libertad, se lanzaban a las calles con las armas como último remedio para conseguir la paz. Eran asesinos fríos y calculadores. Extorsionadores que utilizaban una idea de patria para justificar la muerte.
No es fácil decirlo. Menos escribirlo. Y Aramburu lo hace. Su novela es valiente y decidida. Es literatura, sí. Pero una que se lanza contra el nacionalismo canallesco y el racismo excluyente. Sin omitir ni olvidar la guerra sucia aplicada por el Estado español contra ETA –que no ahorró execrables torturas– ni callar sobre la situación de los presos de la banda terrorista, Aramburu apela a la sensibilidad. Es la que indica que la historia deben escribirla las víctimas más que los victimarios.
Patria se inscribe así en una tradición olvidada. La de aquellos escritores que, habiendo sufrido autoritarismos y barbaries, apostaron a la vida. Hablo de la tradición de Albert Camus, de George Orwell, de Ignazio Silone y de Arthur Koestler.
Si Patria deja alguna enseñanza es que quizás sea posible arrebatarles la idea de patria a los autoritarios que hablan en nombre de los pueblos. Para ello es preciso, como quería Hannah Arendt, rechazar la existencia de un amor más trascendente que el de los hombres y mujeres concretos. “Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, ni al pueblo alemán ni al francés ni al americano, tampoco a la clase obrera o a nada de ese orden. En realidad, yo sólo amo a mis amigos y el único amor que conozco y en que creo es el amor a las personas”, decía Arendt, intentando explicar porque no podía sentía amor por “el pueblo judío” aun cuando se sintiese judía.
¿Vale la pena luchar por la patria si el precio es la muerte de un amigo? ¿Tienen sentido las utopías de felicidad plena si acarrean el dolor de seres humanos en el presente? ¿Estaríamos dispuestos a luchar por una idea de patria que liquidase al otro, que acabase con la vida de un familiar o de un ser querido?
La memoria, tal como lo propone Aramburu, se vuelve imprescindible. No estoy convencido de que ésta prevenga crímenes futuros. Puede, en cualquier caso, contribuir a que las conciencias verdaderamente dispuestas a la paz y la fraternidad se mantengan alejadas de autoritarismos y posiciones criminales. Podemos pensar otra idea de patria. Una más inclusiva, cosmopolita, internacionalista y democrática. Una que contenga nuestros deseos y nuestros sueños, nuestras vivencias y nuestros ideales. Una “patria” antinacionalista y personal. Rilke afirmaba que “la patria es la infancia” y Albert Camus consideraba la suya a “la lengua francesa”. El poeta argentino Mario Trejo lo dijo alguna vez de manera magistral: “Tengo apenas dos patrias. Mi infancia y mis amigos. Y es de noche”.
También los que no creen en las patrias impuestas merecen tener la suya. Como Fernando Aramburu, el escritor inglés Edward Morgan Forster tuvo el valor de enfrentarse a aquellas que querían instalarse como únicas posibles. Frente a las injusticias del poder, opuso el valor de la palabra y la verdad. Aunque se sentía emparentado con las ideas de la izquierda, una parte de ésta lo marginó: para sus más conspicuos representantes –los comunistas estalinistas–, no era más que un “escritor burgués”. Su moderación a la hora de expresarse era una afrenta a las “grandes causas” . Y su espíritu tolerante no era sino una coartada para sostener el poder de la derecha. Como siempre, se equivocaban. Forster, homosexual confeso con razones para luchar por la ampliación de libertades, era un verdadero intelectual. No tenía más patria que su verdad. Y no dudó en decirla.
“Creo en la aristocracia, si es ésa la palabra adecuada, y si un demócrata puede usarla. No en una aristocracia del poder, basada en el rango y la influencia; sino en una aristocracia de los sensibles, los considerados y los valientes. Sus miembros están en todas las naciones y clases [...] y hay un entendimiento secreto entre ellos cuando se encuentran. Representan la verdadera tradición humana, la única victoria permanente de nuestra extraña raza sobre la crueldad y el caos. [...] Son sensibles para otros tanto como para sí mismos, son considerados sin ser fastidiosos, su coraje no es ostentación sino el poder de resistir, y se les puede hacer bromas”, escribió en 1938.
La patria de Forster, la de Camus, la de Arendt y la de Aramburu es una patria de la vida. Apela a amores y a encuentros. A una mesa con vino, a amistades y a camas en las que se puede desparramar el amor. Es una patria concreta: la de hombres y mujeres que se ven y se tocan. Una patria por la que vale la pena vivir. Una patria por la que, si tenemos agallas, también vale la pena morir. Pero por la que nunca tendrá sentido matar.
Éxito en España
Patria. Fernando Aramburu, Tusquets
Con sus 700 páginas, y un relato que recorre 30 años de historia del País Vasco, Patria está considerado ya uno de los libros del año en España, donde fue récord de ventas y abrió debates encendidos. "Hice Patria con historias que me quemaban", dijo el autor.