Una heroína de su propia trama
Si el Ciclo Básico Común (CBC) de la Universidad de Buenos Aires tiene algún mito, ese es el de la época en que la filósofa Esther Díaz hechizaba a chicos recién salidos del secundario, hablando de los antiguos griegos, de los recursos de la lógica, de Nietzsche, y del fructífero distanciamiento frente a cualquier forma del poder, fuera este político, científico, social.
Esther Díaz se plantaba frente al aula y despertaba hambre de lecturas, cosquilleo de saber, entusiasmo benditamente gratuito y libre de especulaciones por todo lo que suscitara alguna pregunta o escapara de la grisácea rutina (la ruedita del hámster; el tictac laboral, económico, vital). Esther hablaba y uno sabía que, a la salida de su clase, se iba a comprar algún libro o alguna revista de aquellas que poblaban los puestitos en los pasillos del CBC. Díaz acompañaba una frase con un movimiento de brazos y uno sabía que la magia no estaba solo en sus palabras; eran ese corte de pelo que no tenía nada que envidiarle a los new wave y aspirantes a punks que pululaban por aquellos cursos; eran las pulseras, la combinación de colores, toda la juventud indómita que latía en esa mujer que rondaba los 50 y nos decía que realmente podía existir otro mundo en los intersticios de lo que conocíamos.
Y entonces, la película. Hoy se estrena, en Malba, Mujer nómade, documental de Martín Farina donde la Díaz ya no está en el centro de una clase sino bajo la mirada constante, metódica y cuidadosa de una cámara. Y algo de lo que ya irradiaba en aquellos lejanos tiempos del CBC –la erudición académica sin el acartonamiento del claustro; la palabra entrenada, generosa, prescindente de los códigos de la distinción– emerge como en bruto. La mujer que retrata Mujer nómade es, desde luego, una profesora (no hay momento en que no esté reflexionando, elaborando alguna tesis, citando a algún autor, brindando una conferencia), pero es, ante todo, una mujer que mira de cerca el alud de la vejez. Una mujer que vivió, y mucho. Que acepta el juego de un retrato íntimo en el sentido fuerte de esa palabra.
Frente a las cámaras, Esther Díaz habla de su historia, de su madre, sus maridos, sus amantes, sus hijos. Habla de filosofía, de sexo, de poder, de los límites de los cuerpos, de los años que se acumulan sobre esos cuerpos.
No necesita asumir un discurso rebelde para ser, toda ella, un vital ejercicio de alteridad. Estudió a contramano de lo que podría considerarse posible para una muchachita de Ituzaingó, casada muy joven, con dos hijos. Terminó el secundario tarde y más tarde aún –a los 50 años–- obtuvo, con honores, el doctorado en Filosofía en la UBA. A contramano también del año de su nacimiento –1939– hoy habla de sexo y deseo como no se espera que hablen quienes atravesaron ciertas fronteras de la edad. Cuenta que en sus tiempos de casada, con un marido eventualmente golpeador y una familia de origen que muy tempranamente la condenó a la soledad, "resistía mirando mucho cine". Otro espacio mítico, la sala de cine de la Hebraica, y una Esther huyendo de la asfixia cotidiana y mirando cine arte, documentales donde un tal Jean-Paul Sartre y una tal Simone de Beauvoir le contaban que había otros horizontes. El deseo, trazando su filigrana invisible. El deseo, mostrando cómo un ser humano puede construirse a sí mismo.
En Mujer nómade, Díaz acepta ser filmada (¡y con qué primerísimos planos!) mientras se somete a arduos tratamientos faciales, mientras se viste y desviste, recibe un diagnóstico médico, se extiende en una camilla para disfrutar un masaje de pies. Recuerda, elabora, habla. Siempre habla. Y llora. En dos momentos especialmente duros, la voz se le quiebra, las lágrimas asoman. La cámara, prudente, la enfoca como de costado, como si la viéramos a través de una ventana entreabierta. Un encuadre quizá pudoroso, tal vez empático. "La vida es conflictividad", dirá, frágil y guerrera, la mujer que no adhiere al drama, pero sí reverencia la tragedia clásica. Y se asume heroína de su propia trama.