Una herida que no termina de cerrar
L a muerte de Erich Priebke, la película de Margaret von Trotta sobre Hannah Arendt y el estreno de Wakolda coinciden en hablarnos de una historia que no termina de cerrarse.
La detención de Priebke en 1995, como la de Eichmann en 1960 -ambos escondidos en nuestro país hasta ser descubiertos-, dejó al desnudo la cadena de complicidades que protegió a los criminales de guerra nazis. Y también permitió escuchar sus propias explicaciones sobre la masacre de la que habían sido partícipes: sólo habían cumplido órdenes.
Arendt, filósofa berlinesa de origen judío que creció en la república de Weimar y llegó a los Estados Unidos como exiliada, en 1940, después de haber pasado por un campo de concentración, se había ocupado de los grandes dilemas del siglo XX en dos libros imprescindibles: Los orígenes del totalitarismo y La condición humana . Así y todo, tuvo que enfrentar la condena de la academia y de buena parte de la comunidad judía para defender su solitaria interpretación de Eichmann, condenado a muerte en Jerusalén, adonde fue como enviada especial de la revista The New Yorker.
Arendt vio en Eichmann a "un asesino de escritorio", un ciego ejecutor de órdenes. La opinión pública mundial lo tenía como un criminal despiadado, un asesino malvado que había matado a conciencia a millones de personas. Arendt les dijo que, en realidad, se trataba de un hombre mediocre que cumplía como un autómata las leyes creadas por los jueces de su país. No era un monstruo, era tan sólo una persona sin demasiadas luces, dentro de un sistema de decisiones sangrientas. Eso que llamó la "banalidad del mal".
Más de medio siglo después, Priebke, el asesino de las Fosas Ardeatinas, alegaría en Roma que sólo había sido un fiel soldado que ejecutaba órdenes.
Desde aquella condena que tuvo un efecto reparador para miles de judíos han pasado ya 50 años -Eichmann fue ahorcado el 31 de mayo de 1962-, y la tesis fundamental de Arendt, la banalidad del mal, aún despierta polémica y admiración. Si no hubiera sido por aquellos artículos que escribió para The New Yorker, reunidos después en el libro, hoy quizá se la seguiría juzgando mal por sus amoríos adolescentes con Martín Heidegger, el gran filósofo del siglo XX devenido en admirador nazi, y por el extraño silencio, y la supuesta -aunque nunca comprobada- complacencia de Arendt tras la finalización de la Segunda Guerra frente a lo actuado por su maestro. Es decir, una cuestión muy íntima entre dos seres humanos aún despierta discusiones. Tan íntimo y personal fue aquel vínculo que la película no oculta la foto de Heidegger: permanece sobre el escritorio neoyorquino de la pensadora, en un rincón destacado.
Cuando Sartre, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y tantos otros dieron nacimiento al planteo existencialista, aceptaron que gran parte de sus principios y sus análisis sobre la condición humana abrevaban en ciertas reflexiones de Heidegger dadas a conocer en sus clases previas a la Segunda Guerra. En el universo de la filosofía y de los filósofos, Heidegger sigue siendo uno de los pensadores preponderates del siglo XX, al margen de aquel tiempo en el que se comprometió de pies a cabeza con el régimen totalitario.
Lo que sublevó a los ambientes intelectuales y judíos en los años sesenta fue que Arendt describiera a Eichmann no como un exterminador nazi de libre conciencia sino como un personaje dentro de un esquema cerrado de leyes y fuertes mandatos. Un funcionario, entre decenas de miles, que seleccionó los transportes para el envío de las víctimas a los campos de la muerte, cumpliendo exigencias estadísticas, porque había prestado juramento de lealtad al partido y a Hitler. Con una solo llamada telefónica decidía la suerte de cientos de judíos en varios países de Europa central. En el juicio, Eichmann declaró, precisamente, que no quería "traicionar" aquel juramento. Su alegato fue que él obedecía a una jerarquía superior a la que no podía contradecir debido a lo que calificó como principios "morales".
Otro elemento que despertó odio, rencor e incomprensión en la intelectualidad judía de la época fue la acusación de probado colaboracionismo con los nazis por parte de dirigentes de las Judenrat, instituciones integradas por judíos "respetables" de ciudades importantes de Europa. En los guetos, en medio de privaciones espantosas y con la muerte rondando por el hambre y las enfermedades surgidas por el encierro forzado, las Judenrat disponían el control del lugar, de la policía, de la distribución de alimentos, de los almacenes de provisiones, de confeccionar las listas de aquellos que podían ser despachados a los campos de exterminio. Determinaron quién seguiría viviendo y quién iría camino a la muerte. Abusaron del poder. Salvaron sus pellejos temporariamente. Pero finalmente la Gestapo los hizo subir a ellos también, cuando ya no quedaba nadie, a los mismos trenes que tenían como destino Auschwitz o Treblinka. Rechazada, injuriada, todas las acusaciones de Arendt sobre la banalidad del funcionariado alemán y el colaboracionismo de muchos judíos con los nazis fueron ratificadas por historiadores, víctimas, testigos e investigadores. Entre ellos, Primo Levi, Zygmunt Bauman y Tzvetan Todorov.
Muchos nazis lograron mezclarse con la población en la Argentina, algunos en regiones de lagos y montañas que les recordaban a su país natal. Otros entraron a cara descubierta, como los científicos y pilotos de prueba en la primera presidencia de Perón. Pero no fue la Argentina el único refugio. También ingresaron masivamente en Estados Unidos, en Canadá, en Inglaterra. En la segunda mitad de los años cuarenta, esos países necesitaban con urgencia especialistas técnicos en distintas disciplinas. Occidente se preparaba para la Guerra Fría y los ex nazis disponían de información específica sobre el espionaje y las posibilidades bélicas de los soviéticos.
Toda la hipocresía del mundo de pronto quedaba en evidencia.
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