Una fiesta con pocos invitados
Grecia, Italia, España... Europa (es decir Alemania y Francia) está alarmada y el mundo tiene el alma en un hilo. ¿Se saldrá de la crisis? ¿Quién saldrá de ella? ¿Cómo y cuándo lo hará? Los argentinos tenemos experiencia en formularnos estas preguntas, aunque siempre estuvimos divididos en las respuestas. Eso sí, tenemos grabada una frase que tantas veces nos han dicho y que ahora llega también a oídos europeos: la fiesta se terminó y ahora hay que pagarla.
Algunos, allá como aquí, se preguntan: ¿es que hubo una fiesta? ¿Por qué no nos invitaron? Y tratan de recordar si bebieron algo del champagne que ahora deben pagar. ¿Quién encargó el cotillón? ¿Quién organizó la velada para un cumpleaños que no era el nuestro? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que todo era entonces festejo y alegría, y venimos a enterarnos ahora, cuando nos exigen el precio de un jolgorio que apenas entrevimos?
Los pueblos -se nos decía en 2001- deben aprender a vivir con las consecuencias de sus decisiones. Aun si se excluyen para nosotros los períodos de 1966-1973 y 1976-1982, difícilmente populares pero económicamente irreversibles, las burbujas cambiarias, de endeudamiento, bursátiles, hipotecarias e inmobiliarias que han asolado al mundo y a nuestro país, ¿fueron también impuestas por la imprudencia popular? ¿Por gobiernos elegidos para provocarlas? ¿O por financistas hábiles para centralizar los beneficios y socializar costos y responsabilidades? ¿No son precisamente ellos quienes ahora, con semblante adusto y bienes a buen recaudo, dicen a españoles, portugueses, griegos e italianos que aquella fiesta ignota tuvo un costo alto, y que ahora hay que pagarlo con sacrificios?
No es que los gobiernos hayan sido inocentes: en muchos casos han oscilado entre la cooptación, la improvisación y la corrupción, y en ocasiones se han quedado con dos de esas alternativas a la vez.
Repasemos nuestra historia reciente. En 1952 se descubrió que la primera presidencia de Perón había sido una fiesta y era necesario pagar con austeridad y productividad, situación que se mantuvo hasta el jaqueado gobierno de Frondizi. El período 1963/66 trajo un modesto crecimiento, pero debe haber sido una fiesta formidable, porque la dictadura llegó para ajustar clavijas y el golpe de 1976 trajo consigo otras clavijas particularmente sangrientas. La primavera democrática a partir de 1983 hizo lo que pudo, pero, por lo visto, fue una época de derroche: la culpa era del Estado, que debía reducirse al mínimo, limitar su inversión a la pizza con champagne y entregar todos los resortes de la economía al sector financiero. Pocos argentinos peregrinaron a Miami como a la meca del "deme dos", mientras el resto trabajaba horas extras o deambulaba por los comederos solidarios, bajo la protectora mirada de los sabios banqueros. Sin embargo, el nuevo siglo trajo la novedad: habíamos estado otra vez de fiesta y ahora sí que era necesario sacrificarse.
El costo de esa crisis fue brutal, pero logramos salir. La soja nos mantenía, el consumo se incrementaba junto con los precios y el dólar volvía a ponerse a tiro de la clase media, con lo que limitaba las exportaciones y alentaba las importaciones: salvo por el hecho de que la soja reemplazaba al crédito, el escenario empezaba a parecerse al de la última década del siglo XX.
Es claro, compatriotas: una vez más habíamos estado de fiesta. Como irresponsables, nos duchábamos con subsidios del Estado, instalábamos aparatos de aire acondicionado sin contar con la energía para moverlos y manteníamos empresas estatales y servicios públicos ineficientes. Decididamente, somos incorregibles: ahora hay que pagar. Pagar como tantas otras veces. Sinceremos la economía, restrinjamos nuestros pequeños lujos, recortemos pérdidas a costa del orgullo y abracemos, como hace sesenta años, la austeridad y la productividad.
Así, mientras los europeos sufren los postulados de Milton Friedman, que tantas veces nos predicaron, los argentinos no somos capaces de instrumentar los de Keynes, que nosotros les contrapropusimos. Tal vez algún día sea posible ahorrar en vez de festejar e inyectar energía en lugar de sufrir, dando a cada sector de la economía un papel armónico en reemplazo de una lucha constante por la hegemonía. Pero para eso hace falta una democracia con demócratas, una administración con administradores y un Estado donde la idoneidad, por encima de la subordinación y del clientelismo, sea la regla para la selección de los funcionarios y para la distribución de las prioridades. No se trata de una utopía. Es posible lograrlo; pero para eso muchas cosas tendrán que cambiar en las actitudes individuales y en los movimientos colectivos.
© La Nacion
El autor dirige la maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
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