Una explicación de la crisis argentina
Al margen de cualquier ideología, si en una sociedad determinada el Estado recauda 100, pero para recaudar esos 100 recurre a una tasa impositiva que ahoga el incentivo a invertir y expulsa empresarios, esa sociedad esta renunciando al crecimiento, se estanca. Y si, además, esa sociedad gasta 130 de manera estructural, es decir, año a año, está condenada a la involución social, o sea, a aumentar la pobreza y a reducir su clase media y a forzar la fuga de sus talentos. Se trata de una ecuación inevitable. Ese es precisamente el caso argentino. Y si para paliar esa pobreza creciente, otorga más planes sociales y jubilaciones sin aportes que financiará el sector público, no hace más que agravar la situación.
Veamos cómo opera el proceso: esos 30 que se gastan de más hay que financiarlos de algún modo. Para los gobernantes el ideal es que sea desde afuera, ya que si uno deja de pagar –como ocurrió tantas veces, la última en 2002–, los timados están lejos, no los tenemos encima ni cortan la 9 de Julio o incendian todo (a lo sumo embargarán la Fragata Libertad o algún avión de Aerolíneas, un daño simbólico, aunque insignificante en relación con los montos impagos). El impacto y los perjuicios en el comercio y el crédito internacional y en la reputación del país parecieran no importar para la política (el último default fue ovacionado de pie por el pleno del Congreso). Por eso se recurre siempre en primera instancia –lo hizo también el macrismo apenas asumir– al sistema financiero internacional, que, de paso, desmemoriado, no se inmiscuye en lo que hacemos con su dinero. Pero cuando se da cuenta de que se usa para planes sociales y subsidiar servicios públicos, se asusta y cierra el grifo.
Como el despilfarro no se puede –o no se quiere– cortar por el mal humor social que generaría, máxime en un país donde el sistema electoral pone a los cargos constantemente a prueba, acá es donde entra el FMI, que presta cuando ya nadie lo hace, y además, a una tasa más baja. Pero pretende poner condiciones. No quiere prestar para financiar importaciones baratas para los consumidores argentinos, subsidiar la electricidad, nuevos planes sociales o cosas por el estilo. Llega un punto en que el FMI también dice: “Hasta aquí llegamos” y solo se limita a refinanciar su propia deuda.
Como el despilfarro es grande, hay que conseguir fondos como sea. ¿Cuáles son las otras alternativas de financiamiento? En esta instancia, son internas, y en este caso sí, los platos rotos repercuten en casa. Una de ellas es la emisión monetaria por encima de la productividad (que por acaso está estancada por falta de inversión). Y las consecuencias las estamos palpando día a día con la inflación. La inflación es devastadora; entre sus muchos males, es un inhibidor adicional de la inversión. Es la mayor generadora de injusticia social: todo aquel que recibe un salario acaba perdiendo. Distorsiona todo e incrementa la pobreza.
La otra opción interna es a través del sistema financiero local, captando los pesos que se depositan en los bancos y que se canalizan hacia el sector público. ¿De quiénes son esos pesos? Mayormente son de las empresas, que reciben esos pesos como consecuencia de los bienes y servicios que brindan a la sociedad. A su vez, con esos pesos abonan las deudas con sus proveedores, pagan los sueldos de su masa salarial y cancelan impuestos al Estado. Entre que perciben esos pesos y hacen los pagos, no es que dejan la plata muerta en una cuenta corriente. Como también sufren los efectos de la inflación, la van colocando en los bancos, a plazos escalonados, calzándola con los respectivos vencimientos. Lo mismo hacen instituciones como la Anses, las prepagas, los clubes y toda entidad que percibe aportes y debe afrontar compromisos.
Solo marginalmente un inversor particular coloca sus ahorros a interés en las instituciones del país. Generalmente ese tipo de ahorros está en bonos, en acciones o directamente en dólares, depositados en sistemas financieros seguros o en los “colchones”, pero siempre bien lejos del alcance del Banco Central de la República Argentina (los dólares depositados en plaza constituyen una suerte de “caja chica” para los compromisos cotidianos). Es decir, el capital en pesos que gira en el sistema de los bancos nacionales y que está siendo prestado en su casi totalidad al Estado está comprometido con el desempeño diario de la economía. De ello se deduce que no serían factibles aquellas propuestas que imaginan reconvertir toda esa deuda en bonos a 10 o 20 años en una suerte de lo que fue el Plan Bonex. ¿Qué empresa podría pagar sus sueldos o a sus proveedores con un bono a 10 años?
En países donde la inflación es baja (5 o 6% anual o menos) la tasa de interés que pagan los Estados por los préstamos de la banca local está alineada con ese nivel de inflación, con lo cual, pueden hacer frente a esos compromisos sin que afecten su solvencia financiera. En cambio, cuando la inflación es alta –o altísima, como es el caso argentino– las tasas de interés que hay que pagar para retener esos pesos en el sistema son de por sí desequilibrantes de las finanzas públicas. Al renovar cada vencimiento es como si se tratara de apagar un incendio con gasolina. No hay salida de esta trampa.Esta es otra de las perversas consecuencias de la inflación. Solo se sale de esta encrucijada bajando la inflación. En el plano doméstico, este fenómeno es constatable con las tarjetas de crédito. Cuando no hay inflación, se puede postergar el pago de un vencimiento y financiarlo con la tarjeta porque los intereses son tolerables, en cambio, en alta inflación eso se torna explosivo.
Explique alguien, por favor, cómo entra acá el neoliberalismo como el causante de todo este descalabro. Daría la impresión de que la cosa pasa más por los dos aspectos señalados al inicio de esta nota: en los 100 que recauda el Estado a costa de ahogar el incentivo a invertir (con todo el potencial yacente de la Argentina) y sobre todo en esos 30 que se gastan sucesivamente año a año por encima de los 100 que se recaudan. Si de por sí este panorama es dramático, imagine el lector lo catastrófico que aguarda a la próxima administración, que deberá hacerse cargo el año próximo, además del desajuste adicional en que está incurriendo el Gobierno, que ha elevado de 30 a 40 el exceso anual de gastos, exacerbado en parte por la gran sequía, un fenómeno con cierta e inevitable recurrencia, que si hubiera previsión como sucede en Chile con el fondo por el precio del cobre, una sequía no debería hacer tambalear un gobierno (las padeció Perón dos años seguidos, en el 51 y el 52 y el país tuvo que comer pan negro; y más recientemente, Macri, en la parte final de su gestión). Ese exceso de gastos se manifiesta en las importaciones para consumo presente que están obligadas a cancelarse a futuro, en la postergación de pagos de las empresas públicas que elevan sus déficits a niveles estratosféricos, al descuento presente de yuanes para compensar con futuras exportaciones, a las sentencias impagas por estatizaciones estrafalarias, como la de YPF, que fue parte del desquicio financiero en el área energética, entre tantos otros desmanes.
Sin embargo, hay como mínimo un sector considerable de la sociedad –ese tercio que supuestamente comulga con el kirchnerismo y la izquierda– que se muestra ciego ante estas realidades y que cree que la verdadera causa de esta tragedia se debe al neoliberalismo, al capital extranjero, al FMI y a los empresarios, y que puede obstaculizar o impedir –desde el Parlamento o en las calles– las medidas que busquen encarrilar al país en la normalidad.