Una excomunión que no se cumplió
Para que la pena canónica fuera efectiva debía ser sancionada por el propio Pio XII
Resulta llamativo que los trabajos de investigación realizados hasta el momento sobre el conflicto entre el peronismo y la Iglesia católica, acontecido en 1955, a veces ni siquiera mencionan el espinoso y controvertido tema de la excomunión. Sin embargo, la excomunión de Perón es uno de los principales punctum dolens de ese proceso político.
En el Derecho de la Iglesia, la sanción penal (la excomunión es una pena) no tiene un sentido resarcitorio, como en los sistemas jurídicos seculares, sino medicinal. Con ella se pretende conseguir la conversión del fiel, ayudarlo a acercarse a Dios. Pero no se puede negar que cuando el influjo de los principios cristianos era muy vivo en la sociedad civil, por ejemplo en la Edad Media, la fuerza de la excomunión podía asemejarse a una verdadera muerte civil. Puede ayudar a entender bien lo que esta realidad significaba, si se la vincula a la actual categoría cultural de lo "políticamente correcto". En los años cincuenta, ser excomulgado en un país católico como la Argentina, era algo muy grave.
El pico máximo de la crisis sobrevino en el mes de junio de 1955. Aunque la policía había prohibido la tradicional procesión de Corpus Christi, su realización en medio de un clima social cargado de fuertes tensiones no pudo dejar de revestir una significación que iba bastante más allá de una festividad puramente religiosa. Así quedó evidenciado con la presencia de dirigentes políticos difícilmente identificables con los intereses institucionales de la Iglesia Católica. Como no podía ser de otra manera, el gobierno de Perón interpretó al acto como una nueva actitud de ilegítimo clericalismo y -en una burda maniobra de confuso trámite- acusó a los católicos de agravio a la Bandera nacional. Las sedes de la Acción Católica fueron allanadas y sus dirigentes detenidos. Arreciaron las invectivas contra miembros de la jerarquía eclesiástica en la prensa oficialista y en el seno del gobierno, los funcionarios más identificados con una actitud anticlerical reclamaron enérgicas medidas contra la Iglesia.
En ese ambiente enrarecido por la violencia de los ánimos, Perón resolvió exonerar de sus cargos –lo cual sonó como una cachetada en el sensible rostro de la Iglesia– a dos prominentes eclesiásticos, los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa. Tato era nada menos que vicario general y obispo auxiliar de la arquidiócesis de Buenos Aires. La expulsión –se les comunicó que podían elegir como destino Chile o Uruguay, pero en realidad fueron trasladados a Roma– obedecía a un acto reflejo del gobierno, donde se vivía un clima de exasperación incontenible contra la estructura eclesiástica.
El presidente, –considerado un paradigma de habilidad política en la Argentina– parecía actuar cegado por la ira, aparentemente sin percibir las consecuencias desastrosas que del proceso en curso se derivarían, en primer lugar para su propio gobierno. En todo caso, quizá confiado en esa distinción propia de la religiosidad popular que contrapone "la religión" a "los curas", Perón interpretaba erróneamente que el pueblo elegiría su culto personalista antes que a unos eclesiásticos supuestamente desprestigiados.
La situación creada en una nación de tan antigua tradicion católica, como la Argentina, era muy grave. La excomunión, que llegaría de manera fulminante, marcó un verdadero punto de inflexión en el proceso. Aunque el texto oficial de la Santa Sede no mencionaba al presidente, sus enemigos políticos en primer lugar, y también la generalidad de los fieles, interpretaron que se hallaba incluido en la pena canónica, y así ha quedado entendido en el común de las opiniones.
La excomunión preocuparía las conciencias de muchos católicos que, de distintos modos, se vieron involucrados por haber votado la ley del divorcio o por su participación en el proceso.
Los antecedentes nacionales, ciertamente no abundan. Se registra una excomunión al presidente Derqui, por monseñor Benito Lascano, obispo de Paraná, y otra a Nicasio Oroño, excomulgado por monseñor José María Gelabert y Crespo, en Santa Fe.
El texto del documento, originado en la Sagrada Congregación Consistorial y datado en Roma, con la firma del secretario del organismo vaticano, cardenal Adeodato Piazza, y del asesor de la misma, Giuseppe Ferretto, se refería a la acción de "poner manos violentas" sobre la persona de un obispo e impedir el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica. Los sujetos alcanzados por la pena eclesiástica como titulares de los delitos canónicos enumerados eran definidos en el mismo documento, aunque como dije, no se mencionara el nombre de Perón.
Finalmente, cabe ocuparse de la discusión sobre si Perón fue efectivamente excomulgado o no por el citado documento vaticano. Siempre se ha entendido esto como una verdad irrefutable. Aunque los estudios sobre el conflicto suelen aceptar la excomunión de Perón como un dato seguro, los peronistas lo han negado porfiadamente. Se ha sostenido que, si bien es cierto que no se mencionaba el nombre de ningún ofensor, se infiere claramente de este documento que las censuras se referían al gobierno argentino, y en primer lugar, al propio presidente de la República.
La cuestión no aparece tan clara como parece entenderla la creencia general. Por lo pronto, la Iglesia no se pronunciaría en forma definitiva. La situación del presidente de la Nación, –que reviste en la Argentina el carácter de jefe del Estado y como tal es la suprema autoridad de la Nación, puesto que nuestro sistema constitucional es presidencialista–, requiere ser contemplada a la luz del canon 1557 del antiguo código de derecho canónico. Según el canon 2227 del código sancionado en 1917, entonces vigente, solamente el romano pontífice podía aplicar o declarar penas contra aquéllos de quienes se trata en el canon 1557,1.
Este canon establecía que era derecho exclusivo del romano pontífice el juzgar a los que ejercen la suprema autoridad de las naciones. Puesto que a esta categoría de personas les corresponde ser juzgadas personalmente por el Sumo Pontífice y el documento que declara la excomunión aparece rubricado por el cardenal Adeodato Piazza, secretario de la Sagrada Congregación Consistorial, corresponde sostener entonces que Perón no habría estado incurso en los términos de la sanción canónica.
Para haberse configurado la excomunión de Perón se requería que la sanción la hubiera impuesto el propio papa Pío XII, puesto que sólo él hubiera podido juzgarlo a tenor de los canones 1557 y 2227 del antiguo código. Lo que importa es que la excomunión sea dispuesta por el Pontífice estando el presidente en ejercicio de su cargo.
La posición personal de Perón con respecto a la excomunión ha sido siempre negatoria, y en este punto toda su vida guardó una envidiable coherencia. No sólo negó la existencia de un enfrentamiento con la Iglesia Católica, sino que tampoco admitió el hecho mismo determinante de la sanción canónica, esto es, la propia expulsión de los obispos Tato y Novoa.
Según la tesis peronista, lo que se expidió desde la Santa Sede en 1955 no fue un decreto de excomunión contra Perón, sino una advertencia que recordaba a los fieles cristianos que los actos atentatorios contra la libertad o la integridad física de los clérigos eran castigados con la excomunión.
El "levantamiento" de la excomunión, asunto tan delicado y discutido, agotó su ciclo cuando, varios años después de los hechos y durante el pontificado de Juan XXIII, la Santa Sede aclaró la confusa condición canónica del ex presidente argentino a partir de un expreso pedido del propio interesado, que permitió terminar con una situación ciertamente ambigua.
La cuestión debía resolverse sin que quedaran dudas sobre una posible tacha constitucional ante una eventual candidatura presidencial. No se olvide que la Constitución, antes de la reforma, exigía la pertenencia al culto católico del presidente de la Nación como condición de elegibilidad.
La actitud de Perón aparecía un tanto contradictoria al negar estar incurso en la sanción y al mismo tiempo gestionar su levantamiento, aunque según monseñor Plaza –arzobispo y peronista–, el ex presidente no tenía problemas de conciencia con este asunto, y si solicitó una aclaración de su situación canónica fue para que constara un testimonio ante terceros.
El resultado de esa solicitud se concretó en una visita del arzobispo de Madrid, Carlos Eijo y Garay, mediante la cual la situación canónica del ex presidente encontraría una satisfactoria solución. La Santa Sede expidió un documento exculpatorio sin entrar a revisar el tema de fondo y el obispo español dio la absolución a Perón, quien la recibió de rodillas. Raúl Matera y Jorge Antonio, patrocinados por Antonio Plaza, fueron en realidad los ejecutores del operativo.
Plaza y Matera se habían encontrado con Jorge Antonio en Madrid y viajaron a Roma, donde tuvieron una entrevista con altos funcionarios vaticanos, quienes les entregaron un documento donde –según el empresario– constaba que Perón no había sido excomulgado: un certificado de buena conducta. La acción se había incoado por iniciativa del cardenal Copello, de quien Jorge Antonio era amigo y visitaba periódicamente en la Santa Sede.
En síntesis, si bien la cuestión no se puede considerar zanjada a la fecha de una manera definitiva por no haberse pronunciado una interpretación auténtica –que es la realizada por la propia autoridad eclesiástica–, existe suficiente fundamento para sostener que, contrariamente a la creencia general, Perón no fue excomulgado en razón de faltar un elemento esencial para que se configurara dicha situación canónica, en virtud de la ausencia de la jurisdicción pontificia en el caso.