Una estructura política invertebrada
Las palabras, además de ser herramientas al servicio del andamiaje político y el relato histórico, sirven para precisar algunas conductas. De acuerdo a una de las definiciones que brinda la Real Academia Española, “responsable” es aquella persona que “pone cuidado y atención en lo que hace o decide”. La renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de diputados nacionales del oficialismo se ajusta cabalmente a esta acepción de la RAE. En efecto, el desplante político del legislador es un hecho lógico, consciente y premeditado; un acontecimiento que, en cierta forma, está en línea con el mensaje emitido oportunamente por la vicepresidente de la Nación a través de sendas cartas públicas. El accionar de Cristina Fernández y su primogénito no debería sorprender a nadie.
Aun así, la decisión del titular del PJ bonaerense puede medirse desde un enfoque teórico. Por un lado, en los términos que plantea Max Weber: desde la “ética de la convicción” o la “ética de la responsabilidad”. Por el otro, desde el mero pragmatismo.
De igual modo, es posible pensar en la aplicación inversa del “Teorema de Baglini”. La idea original –luego hubo variaciones– fue enunciada por el diputado nacional de la UCR Raúl Baglini el 7 de marzo de 1986, en la comisión bicameral por la deuda externa. Lo dicho puede resumirse así: el grado de responsabilidad de las propuestas de un partido o dirigente político es directamente proporcional a sus posibilidades de acceder al poder.
Siguiendo la línea argumental, la dimisión –y su explicación por escrito– certifica dos cosas. Uno: el extremismo sanguíneo que distingue a ciertos grupos del oficialismo. Kirchner usa la ideología y el discurso como basamentos de un mensaje político de tinte épico, autodefinido como progresista o popular. Y dos: el conflictivo equilibro de fuerzas internas que acompañará al Presidente hasta el fin de su mandato. Para más, la turbulenta realidad del Gobierno impacta directamente en la gobernabilidad. Los hechos parecen indicar que a muchos referentes del kirchnerismo irreductible les importa más la sobreactuación retórica que la suerte final de Fernández y su administración.
Tal vez por eso, el anunciado acuerdo con el FMI, al dividir las aguas en el Frente de Todos, sea un punto de inflexión; un momento a partir del cual el Presidente intente revertir la idea de desgobierno que, para la inmensa mayoría de la sociedad, está asociada a su figura.
En paralelo, pensando en hacer realidad la hoy lejana reelección, quizás el Jefe de Estado tenga que dejar florecer al postergado “albertismo”, ese círculo en el que se imaginan gobernadores, líderes sindicales e intendentes del conurbano bonaerense. Mientras tanto, el presente es incertidumbre constante: un presidente jaqueado en su capacidad decisoria por miembros de su propia gestión; un oficialismo que debe hacer algo que le cuesta: dialogar en el Congreso y acordar la sanción de leyes; un entendimiento mínimo con el FMI que es rechazado por agentes del propio kirchnerismo.
Esta situación, a la que ahora se suma la salida de Máximo Kirchner de la jefatura parlamentaria, confirma lo obvio: el Frente de Todos es, antes que nada y por sobre todas las cosas, una estructura política invertebrada, sin cohesión interna; un espacio heterogéneo que, llegado al poder, expuso sus contradicciones distintivas. Es, también, una alianza electoral que nunca quiso transformarse en estable coalición de gobierno. Las consecuencias de ello están a la vista.
Lic. Comunicación Social (UNLP)