Una espada de doble filo
Nélida Baigorria Para LA NACION
La experiencia nos ha demostrado cómo los Estados totalitarios catequizan a sus pueblos a través de los medios, cercenando la libertad de expresión y estableciendo un régimen jurídico que delega en el gobierno la potestad de discriminar qué debe decirse y qué debe ocultarse. La censura fue siempre el método más idóneo para el adoctrinamiento que comienza por la niñez y la juventud, etapas de la vida en las cuales el fanatismo arraiga tenazmente. El siglo XX nos brinda los ejemplos veraces de los "éxitos" cosechados por ese sistema. La Alemania nazi tuvo un maestro: el álter ego de Hitler, Joseph Goebbels.
Estamos ante un gran debate por el proyecto de radiodifusión enviado por el Poder Ejecutivo. Quienes hemos tenido alguna vez responsabilidades políticas en esa área sentimos el deber de recordar hechos que no escuché que mencionara ningún legislador, ni en reportajes ni en las reuniones de comisión, y que constituyen sin embargo antecedentes imponderables para destacar el doloroso período de censura que hemos sufrido los argentinos mucho antes de la denostada ley de Videla.
En efecto: historiadores, periodistas de investigación y políticos de todas las adscripciones parecen haber borrado de sus intereses el período que se extiende desde 1943 hasta 1955. Quienes nacieron después sólo conocen alguna versión de esa década, pero por la prédica de los que la defienden. Atribuyen los relatos a un exceso de imaginación o a un encono ideológico que los detractores no pudieron superar.
Y no fue así. Cuando Arturo Illia asumió la presidencia, en 1963, me designó presidenta de la Comisión Administradora de Emisoras Comerciales y TV Canal 7, entidad que provenía del monopolio estatal, sistema que el primer peronismo había establecido para los medios. Por entonces, ya había comenzado la desintegración del monopolio y se había llamado a licitación para que las entidades pasaran a manos privadas, proceso éste que manejaba el Comfer.
La Comisión tenía como objetivo fundamental resguardar el patrimonio de las empresas hasta que fueran licitadas y, además, emplear su vasta influencia para la alfabetización a distancia, para el perfeccionamiento docente y para elevar el nivel cultural de las programaciones. También el proyecto contemplaba ceder espacios gratuitos a todos los partidos políticos en épocas no electorales para la difusión de su ideario, contribuyendo con ello a la formación cívica de los ciudadanos democráticos, y así se hizo.
Cabe una reflexión: ningún partido político puede sobrevivir si no se sustenta en una doctrina. No es verdad que los frentes estructurados para ganar elecciones tengan la posibilidad de trascender en el tiempo. Hablar del ADN de los partidos políticos no es una moda, sino una realidad emanada de sus fines últimos y de la metodología empleada para lograrlos.
El radicalismo nace llevando como estandarte los principios del credo de Mayo. El peronismo, en cambio, aflora de un golpe de Estado adscripto a lo que Leopoldo Lugones llamó "la hora de la espada", con toda la simbología antirrepublicana que exhibía un ejército forjado en la concepción militar prusiana.
¿Hubiera sido factible aunar esas dos fuerzas de signo político antagónico para el logro de la reconstrucción nacional? ¿Podrían coincidir en lo que respecta a las libertades públicas y a la calidad institucional en el ejercicio del poder? Un solo proyecto basta para señalar la incompatibilidad insalvable entre dos concepciones filosóficamente opuestas: el de la futura ley de radiodifusión.
Cuando Juan Perón gobernó el país, la censura a los medios abarcó a todo el territorio. El monopolio estatal no dejó resquicio: diarios, revistas. publicaciones políticas, todas las radios, el incipiente Canal 7. Nada quedó al margen de una férrea censura, que incluso derivó en la incautación o el cierre de diarios por denunciar los excesos del régimen.
Perón creó una Secretaría de Prensa y Difusión, bajo la dependencia exclusiva del presidente de la República. Era el complemento imprescindible para controlar todos los medios y homogeneizar sus mensajes con acentos laudatorios para su obra de gobierno y la acción social de Eva Duarte. A tal extremo llevó la censura que Radio Colonia, de Uruguay, contaba con una multitud de oyentes argentinos, ávidos de las informaciones que aquí se vedaban. En el apogeo de su fortaleza física y mental, Perón no aceptaba el mínimo cuestionamiento. El nombrado secretario de Prensa y Difusión, Raúl Apold, cumplía sólo las órdenes de su jefe. El Congreso, dominado por una ciega mayoría oficialista, formó una Comisión de Actividades Antiargentinas, cuyo titular, el diputado Visca, no escatimó recursos para perseguir a los medios atribuyéndoles actitudes y prédicas conspirativas.
Esta es una síntesis escuetísima de lo que se vivió en el país en aquella época. Hoy, el peronismo es gobierno, pero mantiene el ADN que lo originó. La derrota del 28 de junio produjo en el Gobierno un efecto paradójico: si hubieran sido republicanos, ya habrían hecho tangible el propósito de enmienda de todo lo que los argentinos repudiamos con nuestros votos. Por el contrario: haciendo alarde de soberbia, invadirán la mesa de entradas del Congreso con proyectos que les garanticen la posibilidad de un retorno al poder y el manejo discrecional de la opinión pública.
La noche del debate sobre la resolución 125, el país no durmió aguardando el voto de los senadores nacionales. Ya no se trata sólo del grave problema del campo: el oficialismo acelera este proyecto de ley de radiodifusión porque necesita, vitalmente, silenciar las críticas de los medios. Esta ley, cuya sanción tanto angustia al equipo gobernante, es un atentado a la libertad de pensamiento, por la cual Mariano Moreno, en los albores de Mayo, fundó La Gazeta para asegurar al ciudadano el derecho a conocer los actos de gobierno.
Medio siglo ha pasado desde el momento en el que Perón, bloqueado por una atmósfera política adversa y ya irreversible (julio de 1955), se propuso aplacar la agitación colectiva y cedió unos minutos de su emporio radial para que expusieran su doctrina los jefes de los principales partidos políticos. Le correspondió a Arturo Frondizi, brillantísimo orador, iniciar la ronda. Era el 27 de julio de 1955, a las 20. Esa noche la viví: las calles quedaron desiertas. Por primera vez en diez años de gobierno peronista el pueblo oiría una voz opositora desde el seno de su propio hogar.
"Memoria y justicia" es el lema teórico del discurso oficial. La memoria mantiene intactos recuerdos que definieron el compromiso de millones de argentinos. Mi ADN político forjado en el credo de Mayo me exigió, como un imperativo, que hiciera público este recuerdo antes de que sea demasiado tarde.