Una época sin recuerdos: ¿Cómo reconstruiremos el presente?
La circulación abrumadora de textos e imágenes, y un presente que lo ocupa todo, ocultan que cada vez se busca y se puede conservar menos.
Los tiempos están cambiando, cantaba Bob Dylan, y nosotros lo repetimos hoy como mantra ante cada novedad tecnológica que nos desconcierta más que la anterior. Pero, entendida literalmente, esa frase también dice una verdad sobre nuestra época: el modo en que entendemos y nos vinculamos con el tiempo está cambiando. Más aún, es probable que estemos viendo sólo el principio de un proceso complejísimo, que por ahora parece habernos colocado en un presente continuo desde el cual es cada vez más difícil pensar el pasado y preocuparse por el futuro.
Estas transformaciones tienen efectos muy concretos. Por un lado, la circulación abrumadora de información, textos, imágenes y material audiovisual en la que vivimos puede ocultar el hecho de que cada vez se puede y se busca conservar menos, porque la tecnología para reproducir materiales queda obsoleta en pocos años y porque nuestra propia cultura se está olvidando de los archivos, ocupada en producir para ahora mismo. Por otro, los cambios en el modo de percibir el pasado y el futuro afectan, por ejemplo, el modo de concebir y contar la historia.
Memoria colectiva y nuevas tecnologías se vinculan hoy anudando cuestiones técnicas, filosóficas y políticas, que interpelan a teóricos, programadores, bibliotecólogos e historiadores. ¿Cómo se reconstruirá, en el futuro, nuestra época? ¿Tendremos acceso a los textos e imágenes que hoy intercambiamos y olvidamos, creyendo con ingenuidad que están seguros en "la nube"? ¿Qué rol les cabe a los Estados y a los actores privados en el manejo y conservación de la información infinita que hoy se reproduce en Internet?
En este escenario, algunos se animan a pronósticos inquietantes. Vint Cerf, considerado uno de los inventores de Internet y actual vicepresidente de Google, expresó en muchas entrevistas e intervenciones públicas su preocupación de que el planeta desemboque en una "era oscura digital": una pérdida absoluta de nuestra memoria colectiva, por no poder acceder a los espacios en los que la hemos guardado. ¿Cómo garantizar su accesibilidad permanente y universal en estos tiempos vertiginosos en los que el hardware y el software que usamos para producir y reproducir información se vuelve obsoleto a velocidades nunca vistas?
"Es algo que me preocupa mucho", le dijo Cerf a la BBC. "En cierta medida, ya lo estamos viviendo. Ya no podemos abrir los documentos o presentaciones creados en formatos viejos con la versión más reciente de nuestro software, porque la compatibilidad con sistemas y aplicaciones anticuados no está garantizada", explicó. "Lo que puede ocurrir con el tiempo es que, aunque acumulemos vastos archivos digitales, terminemos por no saber qué contienen."
Ante esta potencial amenaza, Cerf promueve la idea de preservar en forma digital cada pieza de software y hardware que se haya producido, como hacen los museos con las obras, para que nunca se vuelvan obsoletos. La clave, dice Cerf, es "estandarizar las descripciones" para poder acceder a estos materiales no sólo a medida que cambian los formatos físicos digitales de los archivos, sino también –y quizás más– a medida que cambian las empresas que administran, sin intención de sonar "conspiranoicos", toda nuestra información.
¿Pero de quién depende este esfuerzo? La respuesta, como corresponde a un ámbito tan descentralizado como Internet, es "de todos": de las empresas, de las universidades y los centros de investigación (la idea de Cerf fue testeada en la Universidad de Carnegie Mellon), de los Estados y hasta de los usuarios individuales, que confiamos ingenuamente en que toda nuestra historia, nuestras memorias más queridas, están "seguras" en Internet.
"La propia idea de 'la nube', de la confianza en 'la nube', conspira contra la seguridad y la accesibilidad de nuestros datos", explica Natalia Zuazo, politóloga, periodista y autora del libro Guerras de Internet. "Confiamos en que todo lo que dejamos en la nube va a existir ahí para siempre, que alguien lo va a estar cuidando. No es así. La obsolescencia del software va cada vez más rápido. Cambia una fichita, cambia un cargador y por una cosa así perdés todas las fotos de un viaje, todos los apuntes de la facultad. Las computadoras ya no tienen prácticamente lectoras de CD: hoy, si tenés que leer un CD te movés un poquito y encontrás un amigo que tiene lectora, pero no necesariamente va a ser así en diez, veinte o treinta años".
Futuro imposible
Se podría pensar que esta sensación de un presente que lo cubre todo no es más que una ilusión de los legos; sin embargo, los historiadores confirman esta impresión. "Hasta fines del siglo XVIII o mediados del siglo XIX lo que predominaba entre las relaciones pasado-presente-futuro era el pasado. Lo que sucedía se leía a través del pasado. La Revolución francesa era la Roma republicana. Ésa es la concepción de la historia como maestra de la vida y del tiempo como cíclico", explica Fabio Wasserman, doctor en Historia e investigador del Conicet, que analiza experiencias del tiempo y cambio conceptual con foco en el proceso revolucionario rioplatense. "La Revolución francesa y la Revolución industrial luego traen una idea del dominio del futuro: la idea de que la historia es irrepetible aparece en ese contexto. A finales del siglo XX, cae en crisis la idea del futuro como organizador de sentido: no hay progreso, sino decadencia. El presente es lo que organiza la experiencia. En el siglo XXI esta idea de un presente infinito se acentúa: el tiempo se acelera tanto que el futuro es inimaginable."
El historiador francés François Hartog se preguntaba ya en un artículo de 2012 ("El presente y el historiador", traducido y publicado en español por la Unsam) por el rol que debían ocupar los historiadores y su trabajo en esta aparente "tiranía del presente". El pasado, dice Hartog, aparece hoy "presentizado", bajo las formas de la memoria (como reivindicación y recuperación de la historia no contada, de aquello que quedó afuera de la historia oficial) y el patrimonio (aquellos símbolos clave que una nación elige para encontrarse, distinguirse y reconocerse, especialmente en tiempos de caos y crisis sociales). ¿Deben los historiadores ubicar su trabajo en alguno de estos polos para hacerlo relevante? O, más radicalmente aún, ¿deben insertarse en el flujo vertiginoso del presente del siglo XXI? Como pregunta Hartog: "¿el historiador puede, también él, 'hacer historia en directo', siempre más rápida, y dar inmediatamente el punto de vista de la posteridad en un tuit?"
Otra cuestión que vuelve es el testimonio como herramienta y como fuente. ¿Cómo se debe o se deberá leer, se preguntan teóricos de campos como los life-story studies (que se dedican al estudio de los testimonios personales como herramienta para la historia), una entrada de blog, un tuit o un post en Facebook? ¿Son fuentes textuales como los libros o las revistas o, aunque estén "escritos", se entienden mejor como testimonios congelados en el tiempo? No se trata de un futurismo desbocado o ciencia ficción: de acuerdo con la historiadora de la Universidad de Cambridge, periodista y tuitera británica Katrina Gulliver, los investigadores que trabajan con historia reciente ya han empezado a utilizar contenidos de Facebook y Twitter como fuentes para sus trabajos, por ejemplo en el caso de la "primavera árabe".
La pregunta por cómo contextualizar estos datos aparece también con herramientas como los archivos digitales de videos y fotos. El especialista francés Jérôme Bourdon afirma que las redes sociales ofrecen la posibilidad de desarrollar de un modo jamás visto la "historia de la recepción" o "historia de las audiencias", pero que las herramientas que permiten dar sentido a un comentario (y, ante todo, entender el sentido que ese comentario tenía en su contexto de emisión) hacen toda la diferencia. Si no se comprende, por ejemplo, que determinados productos culturales eran consumidos de forma culposa en una época y luego, décadas más tarde, consumidos de forma irónica, esta historia quedaría trunca y sencillamente fallida.
Clara Albisu, integrante del equipo de catalogadores de Archivo Prisma (o Archivo de Radio y Televisión Argentina S.E.), explica las dificultades adicionales cuando se trata de un archivo de medios estatales: "Lo que se presenta es nada menos que la voz del Estado en cada momento, lo que el Estado dice de sí mismo, cómo se ve y cómo pretendía que los argentinos lo consideráramos. Por lo tanto, para nosotros es esencial que cada registro cuente con metadata y una sinopsis que, aunque sólo repone información externa al audio o video en la medida de lo estrictamente necesario para su comprensión, sin valoraciones, ubique al usuario en el momento histórico de su producción".
A pesar de los desafíos que implica la difusión y el procesamiento correcto de la superabundancia de material en Internet, casi todos los historiadores son optimistas. Marina Franco, investigadora del Conicet que trabaja con historia argentina reciente, habla del impacto que los archivos digitales tuvieron en su tarea: "En el trabajo que hacemos los historiadores, las ventajas de la tecnología superan con mucho a las desventajas, pero hay que estar atentos. Hay que tener mucho cuidado con la falta de contexto, con la ilusión de que ahora todo está al alcance de la mano, con olvidarse de que hay selecciones, criterios, empresas, en fin, seres humanos detrás".
Límites dudosos
Como en el arte, en el periodismo, la reflexión política y mil dominios más, Internet y las nuevas tecnologías han minado la diferencia entre expertos y aficionados, profesionales y legos. "Cuando los archivos eran físicos y había que desplazarse de un lugar a otro para consultarlos, sólo los profesionales accedíamos a fuentes históricas: en la actualidad, muchos archivos visuales o audiovisuales sobre los años 70 u 80 que yo uso para mi trabajo están disponibles en la Web para el público general, son consultados y visitados por interesados de todo tipo", dice Franco.
Otro ejemplo es el hashtag#twitterstorians, creado por Katrina Gulliver: desde 2011, en él se pueden encontrar fotos de archivo, discusiones de historiadores que están escribiendo papers o terminando sus tesis y quieren debatirlos abiertamente, artículos de medios y ofertas de trabajo académico. Si bien está dirigida a construir vínculos entre historiadores profesionales, es intencionalmente un hashtag en Twitter y no un grupo cerrado en Facebook o en Gmail: estos historiadores no piensan el contacto o los cuestionamientos de los no especialistas como una pérdida de tiempo sino, por el contrario, como la oportunidad de un intercambio rico y un verdadero test de las capacidades de argumentar y explicar el propio saber.
Fabio Wasserman concuerda: "En Twitter discuto de igual a igual con un ministro y también con un no historiador. En Wikipedia se nota mucho, no tanto en la página de la entrada principal, sino en la de discusión, a la que casi nadie entra: pero en la página de discusión de Wikipedia Brasil sobre la dictadura brasileña te encontrás especialistas discutiendo con legos de igual a igual. Eso tampoco es exclusivo de esta época: cada vez que aparece un medio nuevo que borra las jerarquías, se afecta el vínculo de los especialistas. Con la prensa en el siglo XIX pasó lo mismo: el antiguo académico tuvo que aprender a discutir de igual a igual con alguien que escribía en un periódico. Las tecnologías democratizan, sin que eso signifique banalizar tu trabajo".
Quizás lo más cercano que existe en esta época al sueño del archivo perpetuo de Cerf sea el Internet Archive, una biblioteca digital creada en San Francisco con la ambiciosa misión de lograr "acceso universal a todo el conocimiento". Además de realizar tareas de archivo y digitalización, Internet Archive aboga por una Web libre y abierta: por eso cualquiera puede subir y bajar material de su plataforma. Sin embargo, la mayor parte del contenido disponible, especialmente lo referido al archivo de páginas web, es recolectado automáticamente por "web crawlers" o "arañas web", programas que inspeccionan las páginas del World Wide Web de forma metódica y automatizada. De esta manera, el Internet Archive dispone de copias de páginas web que ya no existen: estas copias son además procesadas para poder ser fácilmente encontradas a través de un buscador.
Además de iniciativas privadas y la necesaria concientización de los usuarios individuales, los Estados están empezando a implementar proyectos que preserven nuestra memoria colectiva para todos los historiadores y ciudadanos del futuro. Uno de los más famosos es el que se conoce como How Tweet It Is!, una alianza entre Twitter y la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos por la cual Twitter se comprometió, en 2010, a entregar todos los tuits públicos de su plataforma, desde 2006 hasta la fecha de la firma del acuerdo, y luego de forma continua para su archivo y preservación. Sin embargo, en julio de 2015, el medio Politico.com se hizo eco de las quejas de historiadores y usuarios: el proyecto estaba en un limbo, no había todavía una fecha tentativa de accesibilidad del archivo y no había contado con los fondos y la planificación suficiente para llevarse a cabo.
Por una narración común
Todavía es temprano para hablar de fracasos, pero los problemas de How Tweet It Is! son ilustrativos de las dificultades que acechan a este tipo de procesos, incluso en países desarrollados y con bibliotecas sofisticadas: por una parte, la cantidad de la información a archivar, que se reproduce exponencialmente de manera constante, requiere de recursos organizativos y económicos más que considerables. Por otra, esta iniciativa es posible porque Twitter puso sus archivos a disposición de una biblioteca pública. Facebook, por nombrar otra empresa en la que no sólo estamos guardando nuestros recuerdos más personales sino llevando a cabo algunos de los debates políticos y culturales más calientes de nuestra época, no lo hizo, y la información que queda allí, entonces, corre completamente por su cuenta.
Más allá de las redes sociales, quienes están armando hoy archivos audiovisuales para consulta de todo el público se encuentran con que mucho material de importancia histórica pertenece a coleccionistas privados. De esta cuestión sabe mucho Javier Trímboli, profesor de Historia y coordinador del Archivo Prisma: "El problema de los coleccionistas privados se vuelve tal cuando lucran con material que es de dominio público. Sin duda, algunas de esas colecciones se formaron cuando el Estado se desentendió de sus archivos, cual si no tuvieran ningún valor para la memoria de la sociedad. Esa desprotección fue aprovechada por algunos coleccionistas privados que, además de hacer un uso económico que no les corresponde, impiden que el conjunto de la sociedad pueda ver esas imágenes, que son un patrimonio público sin restricciones".
La mayoría de los que trabajan en archivos digitales concuerdan en que el Estado debe tener un rol activo y que la continuidad a través de los sucesivos gobiernos es uno de los déficits más importantes: "Uno de los desafíos principales de bibliotecas y archivos del sector público es consolidar proyectos de digitalización sostenibles en el tiempo. Son muchas las experiencias que quedan a medio hacer por la mala calidad de las imágenes obtenidas, la inadecuación de los metadatos, los sitios web innavegables", dice Matías Butelman, que dirige el proyecto de digitalización de colecciones especiales de la Biblioteca del Colegio Nacional de Buenos Aires.
"Sin archivo, el Estado y la sociedad no pueden construir una narración sobre la vida en común de los argentinos, con todos sus desencuentros y sus logros. Las imágenes son puntales de la memoria pública. Careciendo de narración, una nación pone en riesgo su carácter, eso que la distingue, la compromete con su pasado y con su futuro", insiste Trímboli.
En la labor constante de los digitalizadores y bibliotecarios, en iniciativas sin fines de lucro o en el Estado, lo que subyace es una idea poderosa: existe un derecho a la memoria colectiva, pero ese derecho no va a cuidarse solo. El mantenimiento, cuidado y procesamiento de los insumos que necesitamos para escribir nuestra historia pide un trabajo consciente, interdisciplinario y colectivo.