Una ecuación emocional
El lazo entre el escritor y su ciudad natal fue decisivo, problemático en un tiempo y, hoy, atractivo turístico
Alcanza con ir unos días a Praga para entender que Franz Kafka era, después de todo, un escritor realista. La omnipresencia del castillo, la aparición de escenarios sutilmente tétricos como el del viejo cementerio judío y esa inconfundible atmósfera gótica –un poco absurda, un poco mágica– que impregna las calles de la ciudad hacen pensar que Kafka no sólo no era tan serio sino que tampoco era tan retorcido. En algún punto, quizá sólo escribió lo que estaba al alcance de su mano. Johannes Urzidil, otro autor checo de lengua alemana, lo dijo con todas las letras: “Kafka era Praga y Praga era Kafka. Nada había sido nunca tan completa y típicamente Praga, y nunca nada más pudo ser como había sido en la época de la vida de Kafka”.
Sin embargo, a pesar de semejante ecuación emocional, algunos viejos manuales de literatura checa –como el del eslavista Bruno Meriggi, de editorial Losada– lo ignoran olímpicamente y, por momentos, da la sensación de que, de tan cercano, Kafka se volvió invisible. A la inversa de Mozart que, en contraste con la indiferencia del público vienés, casi fue adoptado por la sociedad checa luego de los éxitos descomunales de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni.
¿Es esa la consecuencia de haber escrito su obra en alemán? ¿O hay que buscar alguna razón inherente a su literatura o, incluso, a ese extraño pedido de quemar su obra que no obedeció su amigo Max Brod?
En Praga mágica, libro de culto para todo amante extranjero de la ciudad de las cien torres (hoy casi inconseguible en español), Angelo Maria Ripellino parece encontrar una especie de continuidad entre los temas kafkianos y su posterior recepción: “El trabajo de Kafka nos permite experimentar el malestar físico de ser un extraño, de ser un extranjero en el propio país”.
“Aunque es difícil generalizar, creo que muchos checos no lo consideran un autor nacional y quizás eso se deba a la necesidad de leer sus obras en traducciones. Claro que en su época había muchos más escritores alemanes (y muchos de ellos judíos) que la mayoría de los checos ni siquiera conoce. Entonces no se trata sólo de la relación entre los checos y Kafka, sino entre los checos y toda la literatura alemana de esa época, que se ignora bastante”, explica Radka Návarová, profesora del idioma checo en la Argentina gracias al Programa para el apoyo de la herencia cultural checa en el extranjero.
Aunque con algunos puntos en común, un poco distinta es la opinión de la traductora de literatura en español al checo Anežka Charvátová: “No creo que la relación de los checos con Kafka sea conflictiva o, por lo menos, no ahora. Escribió en alemán pero hablaba checo y, sobre todo, vivió en Praga y la inspiración de la ciudad es muy clara en sus obras. Él mismo habla de la fuerza de atracción que ejerce Praga sobre él, por ejemplo, cuando le dice a su amigo Oskar Pollak: ‘Praga no te deja ir, esta mamá tiene garras.’ Lo consideramos un escritor praguense, que es una categoría aparte (como también lo es Rilke): hasta la Segunda Guerra Mundial fue normal que en Praga convivieran checos, judíos y alemanes que hablaban alemán, checo y también yiddish. Creo que a nadie le molesta que haya escrito en alemán, nadie lo considera menos checo por eso”, explica esta traductora cuyo trabajo abarca una amplísima gama que va de Cabrera Infante a Roberto Bolaño.
Figura difícil
En efecto, pueden leerse numerosas referencias explícitas sobre la ciudad dorada que Kafka distribuyó, sobre todo, en sus diarios y cartas, incluso sobre uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, el Puente de Carlos, que el propio escritor solía cruzar con frecuencia. En un poema juvenil fechado en 1903 y dirigido también a su amigo Pollak, Kafka escribió: “Hombres que cruzan puentes oscuros pasando junto a Santos/ con débiles lucecitas/ Nubes, que recorren el cielo gris/pasando junto a iglesias/ con mil torres que condenan”.
Lo que queda claro, en todo caso, es que esa aparente extrañeza con respecto a la literatura de Kafka no empezó ahora sino que tiene su causa y explicación, como tantos otros aspectos de la sociedad checa, en los años del régimen comunista que se extendió en el país desde 1948 hasta 1989.
“Un escritor como Kafka no les convenía en nada a los comunistas. Su obra era, según ellos, pesimista, poco clara, absurda (otro tipo de literatura que no les gustaba a los comunistas), precursora del existencialismo (que tampoco les gustaba, ni siquiera en la versión más izquierdista de Sartre y ni hablar del humanismo de Camus) y, además, fácil de interpretar como una alegoría de cualquier sistema totalitario, al igual que Orwell, cuya novela 1984 circulaba, hasta 1989, sólo en la edición de samizdat (distribución clandestina). Por otra parte, las primeras traducciones al checo de los libros de Kafka se hicieron esperar: El castillo salió en 1935 traducido por Pavel Eisner, escritor y lingüista que, entre otras cosas, tradujo algunas de las Novelas ejemplares de Cervantes. El proceso esperó el primer deshielo a finales de los años 50 porque antes, en la época estalinista dura, no se podía publicar: apareció en 1958 (también traducida por Eisner), luego en 1963 en otra traducción de Vladimír Kafka (el nombre es una coincidencia). Después de la primavera del 68, otra vez el silencio. Yo lo leí porque estaba en la biblioteca de mis padres, tenía dieciséis años y había que leer a Kafka si uno quería ser intelectual y opositor al comunismo; pero en los colegios no se hablaba de él, no estaba en la lista de lectura”, revela Anežka Charvátová.
“Durante el comunismo no se enseñaba ni se mencionaba en las escuelas, a lo sumo se lo nombraba como un autor malo, ya que su obra obviamente no coincidía con las ideas del realismo socialista. Muchos aspectos de su obra y vida aun hoy se difunden de una manera bastante simplificada –un autor pesado, oscuro, triste, deprimente– y eso no atrae a la hora de leerlo o conocerlo más, y menos a los checos, cuyos escritores populares son Jaroslav Hašek o Bohumil Hrabal, autores de mucho humor, sarcasmo, ironía. Todas esas características, en mi opinión, también están en la obra de Kafka, sobre todo en sus diarios, aunque no se conocen tanto”, concluye Radka Návarová.
Metamorfosis tour
Quizás como una reacción a esos años de ignorancia y silencio, hoy la literatura de Kafka parece constituir un valor tan cultural como turístico: su imagen se reproduce de forma serial en remeras, imanes y tazas, a tal punto que es casi una marca registrada de la ciudad junto al dibujito animado del topo Krtek, el reloj astronómico y el dulce trdelnik, una especie de intruso gastronómico ya que, en realidad, su origen no es checo.
Kafka pasó gran parte de su vida en distintas viviendas nucleadas casi todas en torno al centro de Praga. Su casa natal, que quedó destruida luego de un incendio, quedaba en la antigua calle Niklas: la que se ve hoy, en el número 5 de la calle Uradnice, ya en una zona rebautizada Plaza Franz Kafka, sólo conserva la puerta y fue construida recién a principios del siglo XX. Una placa con el rostro del escritor indica la fecha de su nacimiento: 3 de julio de 1883.
En el otro extremo, una de las últimas viviendas de Kafka en Praga que también está muy integrada al circuito turístico es una de las casitas del callejón dorado, una de las grandes atracciones del castillo por lo pintoresco de esas viviendas de colores y el hecho anecdótico de que ahí habrían vivido los alquimistas contratados por el emperador Rodolfo II para su corte. En la casa número 22 –hoy convertida en un negocio que vende libros y souvenirs– el escritor permaneció poco más de un año junto a su hermana Ottla y ahí escribió Un médico rural.
Otras casas importantes como la del minuto (Dum U Minuty) que, además de haber albergado a la familia de Kafka entre 1889 y 1896 (años muy significativos por el nacimiento de sus tres hermanas Elli, Valli y Ottla) es famosa por sus hermosos esgrafiados renacentistas y está ubicada en un lugar privilegiado a metros del famoso reloj astronómico, no tienen ninguna placa que indique que por ahí pasó Kafka. Lo mismo sucede con el majestuoso y también céntrico palacio Golz-Kinsky donde funcionó la escuela alemana a la que asistió el escritor entre 1893 y 1901 y también uno de los negocios de su padre Hermann.
Ironías de la vida (o no tanto): Kafka comparte una tumba con forma de obelisco con su padre –y con su madre Julie– en el cementerio de Olšany ubicado en el barrio de Žižkov. Con su impresionante extensión de cien mil metros cuadrados, es el más grande de Praga.
Y a propósito de espacios de paz, una estación no explotada del tour Kafka son los jardines de Chotkovy sady, ubicados entre Malá strana y el parque de Letná, uno de los lugares verdes favoritos del escritor que, abierto en el año 1832 y con una vista formidable de la ciudad, constituye el primer parque público de Praga.
Ahora bien, los lugares más visitados del tour kafkiano son sospechosamente recientes: el monumento de Jaroslav Róna, que se encuentra a metros de la hermosa sinagoga española en la puerta de lo que era el barrio judío, se levantó en 2002, inspirado en “Descripción de una lucha”, un relato temprano y, a la vez, póstumo (escrito entre 1903 y 1907) no tan conocido en nuestros lares, en el que el protagonista se sube a los hombros de un conocido para recorrer la ciudad. En efecto, la escultura muestra a un Kafka con corbata y bombín trepado a los hombros de un gigante sin cabeza y vestido con un enorme traje que, de acuerdo al tour que se contrate, puede ser su padre (que, dicho sea de paso, era sastre) o su otro yo.
A fines de 2014 se inauguró otro monumento a Kafka que también ganó fama inmediata: una enorme cabeza de once metros de altura, un kilómetro de cables y 39 toneladas de peso, que no deja nunca de moverse. La obra es de David Cerný, artista que usa las calles de Praga como una especie de galería al aire libre, ya que tiene en su haber diversos hitos de la ciudad como, por ejemplo, los famosos bebés que escalan la torre de televisión de Žižkov, el Freud que cuelga de un precipicio en plena Ciudad Vieja y los dos hombres que orinan sobre algo muy parecido al mapa de Chequia en la puerta de, justamente, el Museo Franz Kafka.
Fundado también hace relativamente poco, en 2005, y ubicado en el barrio de Malá strana, además de exponer primeras ediciones de muchos de sus libros, el museo intenta transmitir algo de la angustia, la risa o la asfixia que, de acuerdo a cada tipo de lector, generan sus libros.
¿Pragmatismo turístico o interés genuino en una obra extraordinaria que, a pesar de los avatares de la humanidad, no pierde ni un poco de vigencia? La respuesta está soplando en el viento de las calles de Praga y nos la traduce Charvátová: “Ahora es algo así como nuestro artículo de lujo, con el cristal de Bohemia y las piedras preciosas, una atracción turística. Pero mucha gente lo lee, figura en los programas escolares y forma parte de nuestra realidad literaria, cultural y cotidiana. No hay conflicto con Kafka. Es nuestro y además es muy famoso. Hay que cuidarlo mucho”.