Una distribución más equitativa de los costos del populismo
Hace ya demasiado tiempo que los argentinos no podemos conciliar establemente el aumento del consumo y de la exportación de alimentos, en particular de carnes, trigo, maíz y lácteos. Se intentaron distintos caminos, todos infructuosos. Las exportaciones se reprimieron con tipos de cambio diferenciales, "retenciones", topes a su cantidad o el retraso cambiario. Así se castigó también la producción y se impulsó temporalmente el consumo, pero no hubo logros duraderos para nadie. Casi siempre se terminó en crisis del sector externo, fuertes devaluaciones del peso y caídas de los ingresos reales, sobre todo de los más pobres, por la mayor incidencia de los alimentos en su consumo. No encontrar solución a este problema también costó muy caro al país y fue causa importante de su decadencia relativa. Porque sin liberar el dinamismo del sector agroindustrial la Argentina no puede crecer sostenidamente, y sin dar respuesta a su tensión con el consumo peligran la paz social y aun la estabilidad política. En este siglo se siguieron políticas análogas a las mencionadas, pero los altos precios internacionales para el agro permitieron demorar la crisis externa. El alto costo fue que la Argentina perdió la mejor oportunidad en cien años de realzar su rol global como productor y exportador diversificado de alimentos, algo que sí lograron Brasil, Chile, Paraguay, Nueva Zelanda y Uruguay.
Nuestra realidad muestra hoy diferencias y semejanzas con el pasado reciente. Los precios internacionales son menores y el gobierno de Cambiemos heredó una situación fiscal insostenible. Con realismo y sentido de la equidad, pero también con errores, se eligió sanear la herencia gradualmente. El muy escaso financiamiento en pesos, producto de nuestro anómalo bimonetarismo, obligó a recurrir al endeudamiento en divisas. Se sabía que, si cambiaba el clima global, ese crédito podía escasear, y también que tan masiva entrada de dólares podía acarrear una apreciación del peso. El cambio ocurrió, se sumó la sequía que detrajo 7500 millones de dólares y la reacción del mercado llevó a una fuerte depreciación del peso y a reeditar una clásica crisis externa, como ¡desde 1949! Se recurrió entonces a un préstamo stand-by del Fondo Monetario Internacional, por valor y en tiempo récords y con unánime apoyo internacional. Por lo dicho, es insostenible atribuir al gobierno actual los costos de reducir, ahora más rápidamente, el grotesco déficit fiscal. De lo que en verdad se trata es de cómo minimizar los costos de las políticas populistas de la administración anterior, que hipotecaron el futuro del país, sobre todo el de los más pobres.
Es probable que el pasaje de la devaluación a los precios sea ahora menor que en el pasado, pero salarios e ingresos del sector informal perderán poder de compra de alimentos. Esta indeseable circunstancia abre otra vez la oportunidad de buscar soluciones más profundas al conflicto entre la exportación y el consumo de alimentos. Una condición necesaria para lograrlo es subsidiar el consumo de alimentos, mejorando y ampliando políticas vigentes, como la asignación universal por hijo (AUH), las asignaciones familiares y el descuento del IVA para jubilados, pensionados y otros beneficiarios. La idea es que un porcentaje de la AUH y equivalentes se entregue mediante una tarjeta de compra de alimentos, reduciendo así su precio al consumidor. Análogamente así funciona, desde 1939, el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria de los EE.UU. (SNAP, por su sigla en inglés), antes llamado Food Stamp, que apunta a mejorar la nutrición de los sectores de menores recursos. En 2017 el SNAP demandó 68.000 millones de dólares (0,37% del PBI) y llegó a 42,1 millones de personas (12,9% de la población). Cifras comparables de la Argentina nos muestran una inversión de unos 100.000 millones de pesos (0,8% del PBI) y llegada con la AUH a 4,4 millones de personas (9,2% de la población). Los montos mensuales por persona son 125 y 57 dólares para los EE.UU. y la AUH de la Argentina, respectivamente.
Sin abarcar todos los detalles de la propuesta, sí es oportuno enumerar criterios que deberían satisfacerse para cumplir los objetivos planteados. Primero, el subsidio debería otorgarse mejorando el uso actual de medios electrónicos, tanto para minimizar el clientelismo como para ayudar a combatir la evasión. El descuento social del IVA de los alimentos ha tenido baja ejecución porque sus destinatarios encuentran más conveniente comprar en negro que usar la bonificación. Con nuestra propuesta se repotenciaría. Segundo, teniendo en cuenta que, aun entre los más pobres, la malnutrición está mucho más extendida que la desnutrición, los descuentos deberían hacerse sobre los alimentos más sanos y nutritivos. Tercero, el subsidio debería ser variable en el tiempo según la evolución de los precios de los alimentos relativos a los ingresos de los tres quintiles de menores recursos. Cuarto, el subsidio nutricional debería abarcar no menos de la mitad del monto de la AUH. Podría permitirse que una parte menor de aquel fuera optativa, pero con incentivos a quienes optaran por cobrarlo con la tarjeta alimentaria. Las combinaciones imaginables son muchas y es muy probable que expertos en estos temas puedan aportar ideas más creativas que las mías. Me refiero a los nutricionistas, por cierto, pero también a los productores de alimentos sanos y nutritivos; a los municipios y las organizaciones sociales locales, que podrían capacitar en la preparación de alimentos nutritivos; a especialistas en comercialización y en pagos electrónicos y a las cadenas comerciales, que podrían elaborar propuestas de abaratamiento acentuado de los alimentos más nutritivos. Por último, pero muy importante, este sistema aumentaría el poder de decisión de los hogares acerca de la alimentación saludable de sus hijos, y también las comidas en la casa para reemplazar, en el mediano plazo, los comedores escolares y realzar así el rol educativo de las escuelas.
El otro componente esencial de la propuesta es su financiamiento. Casi todos los hogares de ingresos medios y altos se han beneficiado con la devaluación, ya sea como empresarios o funcionarios de sectores exportadores o sustitutivos de importaciones o por tener sus patrimonios fuertemente dolarizados. Al menos por esta razón, es equitativo establecer, con finalidad específica, una sobrealícuota en el impuesto a las ganancias de las personas y/o en el impuesto a los bienes personales, cuya reducción reciente no se justifica en un país tan desigual como el nuestro. También sería oportuno, como lo he escrito aquí, revisar integralmente el impuesto a las ganancias de las personas e integrarlo con los aportes jubilatorios personales, transformándolo así en un impuesto único a los ingresos de las personas (IUIP), con menores mínimos no imponibles y una marcada progresividad que comenzara con alícuotas del 1%. Ambas políticas en conjunto nos acercarían a ser una sociedad en la que, cada uno según sus recursos, todos los pudientes aportáramos a erradicar el hambre, la desnutrición y la malnutrición. Pocas políticas pueden contribuir simultáneamente, como la aquí propuesta, al desarrollo económico, al ataque a la indigencia y a una mayor equidad.
Economista y sociólogo, Miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas