Una discusión seria sobre el presupuesto de culto
Hay que encarar la cuestión con objetividad, sentido común y deponiendo prejuicios ideológicos
Otra cortina de humo se sumó al debate abierto sobre el aborto. Esta nota debería titularse "El presupuesto de culto", ya que a esa cuestión se han referido varios legisladores, que aprobaron sin chistar el nacional, en el que se incluía el gasto del Estado en el sostenimiento del culto católico. El humo suele disiparse rápidamente, aunque el provocado por el incendio proabortista parece destinado a perdurar. La periódica emisión de aquel elemento gaseoso puede sostener el gradualismo; en la medida en que se difunda oportunamente, la población se distrae un poco de sus aflicciones: la inflación que no baja, el dólar que sube, la violencia desatada en la sociedad, los femicidios, la sensación de inseguridad, el drama creciente de los jóvenes sin trabajo. Otras penalidades se han convertido en crónicas y su vigencia no se puede achacar en forma exclusiva al actual gobierno. Las trapazas electorales, las engañifas que se ocultan en "plataformas" atrayentes, estropean nuestro régimen republicano.
Comienzo con el cuestionamiento de nuestro sueldo, confesando en qué lo gasto. Once o doce mil pesos se convierten en nafta, y no en la más refinada; el territorio de la arquidiócesis suma 4652 km2, y para cumplir mi oficio como corresponde debo trajinar continuamente. Tengo varios "clientes" fijos -dicho con todo cariño-, personas a las que ayudo, pobres de veras, más algunos sacerdotes y seminaristas. Gasto muy poco para mí mismo, en compra de libros sobre todo. Me gusta la ópera y el año pasado pude frecuentar el Colón porque me regalaron un abono. Hay gente dadivosa que se inquieta si sabe que falta algo o pone en mis manos ofrendas para obras de caridad. Algunos legisladores han propuesto que se nos reduzca el sueldo; me parece bien, podría llevárselo al nivel de lo que cobra un diputado. Después de todo, unos y otros somos servidores del pueblo y debemos dar ejemplo de austeridad; además, los obispos y sacerdotes no tenemos secretarios y asesores pagados por el Estado. Sugiero encarar la cuestión con objetividad, sentido común y deponiendo prejuicios ideológicos.
El asunto a discutir, en todo caso, es el presupuesto de culto. Uno de los argumentos exhibidos recientemente contra este "privilegio" de la Iglesia Católica insistía en que la Argentina es un país laico. Yo corregiría levemente la afirmación: lo es, ma non troppo. El artículo segundo de la Constitución nacional establece que el Estado sostiene el culto católico, apostólico y romano. Según interpreto, el verbo, en aquella cláusula de nuestra Carta Magna, no prescribe solamente el aporte económico, sino el apoyo, la promoción, la difusión. Los constituyentes de 1853 eligieron una vía media entre el Estado confesional y el laico, o ateo. Los descontentos podrían proponer la reunión de una Asamblea Constituyente para eliminar aquel precepto. Me permito una digresión. Asombra el desconocimiento de los textos constitucionales que se descubre en algunos legisladores. Concretamente, pienso en la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, promulgada en 1994. Allí se prescribe que los escolares bonaerenses deben ser formados según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia; obviamente, se refiere a las instituciones de gestión estatal. Ahora bien, esta cláusula nunca se ha cumplido, y he comprobado que candidatos a representar a Buenos Aires en el Congreso Nacional la ignoran olímpicamente.
No me opongo a una supresión del aporte financiero del Estado. Habría que recordar, no obstante, las históricas exacciones al patrimonio de la Iglesia; los laicistas actuales son rivadavianos. En realidad, el Estado paga por los bienes que usurpó, y esa cuota representa un porcentaje ínfimo de lo que la Iglesia gasta.
Sugiero al respecto una doble reflexión. La primera es reconocer la tarea de la institución eclesial y sus ministros en favor de las víctimas de una pobreza estructural que en algunos sectores habría que denominar miseria. Por no hablar de la obra educativa, sobre todo cuando la escuela de gestión estatal se ha ido precipitando desde hace varias décadas hacia un abismo sin fondo. Lo afirmo con pena y nostalgia, como alumno que fui, en tiempos mejores, de una primaria estatal del barrio de Mataderos y del Colegio Nacional de Flores; a aquellas maestras, maestros, profesores, que no eran "trabajadores de la educación", les debo mucho de lo que soy.
Lo segundo consiste en una cavilación mía. Quizá le vendría bien a la Iglesia un cambio de situación en lo que hace al sostenimiento por el Estado. Me refiero a la escasa conciencia de la mayoría de los católicos acerca de su obligación de sostener la obra evangelizadora como un rasgo normal de su identidad. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos una indicación acerca de la comunión fraterna de bienes que se vivía entre los fieles de Jerusalén: "La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos... Ninguno padecía necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el dinero a disposición de los apóstoles, para que se distribuyera a cada uno según sus necesidades" (4, 32 34). Este ideal tan bello no pudo mantenerse tal cual con la extensión universal de la Iglesia y las diversas situaciones culturales y sociales, pero inspiró el compromiso de la pobreza en las comunidades monásticas y religiosas. Anima también a personas de buena posición económica a contribuir a las obras de caridad y de educación que llevamos adelante y que no sería posible solventar sin esa ayuda.
En las misas dominicales, antes de que el sacerdote ofrezca el pan y el vino para el sacrificio eucarístico, se realiza una colecta entre los fieles; es un gesto hondamente religioso, inspirado en la comunión de bienes que vivía la primitiva comunidad cristiana. El resultado en dinero, es, por lo general, magro, más que insuficiente para sostener la vida eclesial. No hemos logrado, o quizá ni siquiera intentado, por pudor, educar a los fieles en este deber suyo; el de los pastores es recordárselo. En el Código de Derecho Canónico se lee: "Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, la obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros" (canon 221 § 1). El inciso siguiente recuerda el deber de promover la justicia social y de ayudar a los pobres con los propios bienes. Muchos lo hacen, pero tengo la impresión de que no existe una plena conciencia en los católicos argentinos. ¿Será porque piensan que nos mantiene el Estado? Sea como fuere, si los planteos laicistas llegan a imponerse, deberán convencerse de que tienen que llevar habitualmente la mano al bolsillo, según sus posibilidades. He comprobado que los pobres suelen ser muy generosos.
Recordar deberes y corregir errores no es tarea grata para un obispo, pero corresponde al oficio de un sucesor de los apóstoles. Evoco, a este propósito, la orden de Pablo a su discípulo Timoteo, a quien conjura en nombre de Cristo: "Proclama la palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar. Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas" (2 Tim. 4, 2-4). Cosas fantasiosas; si tradujéramos literalmente el texto griego habría que escribir: mitos. En el pensamiento del apóstol, mitos se contrapone a alétheia: develamiento sin trampas, manifestación plena, verdad. De eso se trata, de reemplazar los mitos por la verdad.
Arzobispo de La Plata y académico de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas