Una discusión amplia sobre la constitucionalidad de las reformas
La Argentina se encuentra en medio de un gran debate político-económico; la gran mayoría de los cambios desreguladores propuestos por el Gobierno vuelven al espíritu de la Carta Magna
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Los grandes cambios sociales requieren condiciones que los propicien. Dice Emmaline Soken-Huberty que son impulsados por conflictos sociales, mutaciones demográficas y modificaciones culturales. En el mundo están ocurriendo y en la Argentina se han demorado. Aunque, al parecer, las condiciones han llegado entre nosotros.
Para la primera de las tres condiciones concurren nuestro atraso económico, el empeoramiento de las condiciones de vida y la fricción social con la que convivimos. Para la segunda, las nuevas generaciones hiperconectadas que han transformado los patrones de convivencia. Y para la tercera, la licuación de los modelos organizacionales tradicionales (en el mundo antes y ahora en la Argentina) que han generado vínculos más horizontales y conformado pautas de relacionamiento menos intermediadas.
Ahora bien: estas condiciones no generan el cambio, sino que lo favorecen. El cambio social requiere artífices que trabajen sobre esas condiciones. La Argentina se encuentra ahora en medio de una tremenda discusión político-económica en la que una extraña (por sus métodos y basamentos) administración gubernamental impulsa un nuevo régimen de organización integral. Lo que no supone meras reformas: dice el diccionario que un régimen es un sistema. Y un sistema es un todo.
El Gobierno impulsa mucho más que algunos paquetes reformadores (a través del DNU, el proyecto de ley ómnibus, otras normas inferiores y algún proyecto ulterior). Es un cambio de régimen. Y, como suele ocurrir, cuando lo que se pretende cambiar es “casi todo”, uno de los grandes asuntos en discusión es el relativo a los procedimientos. Los cambios de régimen no son cómodos.
En la Argentina rige desde hace 40 años un sistema constitucional en el que las autoridades están limitadas. Y, por ende, hoy, ante diversas iniciativas (profundamente transformadoras) del Poder Ejecutivo, buena parte de las objeciones emergen en el plano de la significativa restricción formal: ¿está facultado el Poder Ejecutivo para legislar en tantas materias simultáneamente por un decreto de necesidad y urgencia?, ¿pueden abrogarse derechos previamente adquiridos por diversos grupos sociales?, ¿es adecuada una ley ómnibus?, ¿es socialmente tolerable un ajuste inicial para crear condiciones virtuosas posteriores?
Como consecuencia, una pesada paradoja ha emergido en la discusión política. Lo difícil de la constitucionalidad de las reformas.
La paradoja consiste en un auténtico dilema: exhibiendo sus razones, no son pocos los que advierten que estarían forzándose ciertos institutos constitucionales para impulsar estos cambios legales. Ahora bien: la otra cara de la moneda muestra que esos cambios están –en muchos casos– pretendiendo suprimir viejas normas vigentes (que a la luz de los hechos han generado pésimo resultado) que eran contrarias a la propia Constitución.
Así, entre otras, el (ya famoso) DNU suprime (en cambios a más de 350 normas vigentes) normas opuestas a la Ley Fundamental, como la ley de alquileres, la ley de abastecimiento, la ley de góndolas, diversas intervenciones en los contratos entre particulares, las regulaciones de la acción de los prestadores de medicina prepaga, los basamentos de las obstrucciones en el comercio exterior, el monopolio de la moneda nacional para la cancelación de contratos, etc. Mientras, el proyecto conocido como ley ómnibus avanza en reformas a una veintena de leyes previas a través de desregulaciones varias, habilitación de privatizaciones y modernización de normas relativas a la administración pública y el régimen de contrataciones gubernamentales.
Hemos escuchado argumentadas oposiciones, basadas en preceptos constitucionales, a estas iniciativas. Pero ocurre que, a la vez (y sin pretender desacreditarlas), es preciso advertir que estas reformas impulsan supresiones de normas hoy vigentes que se han opuesto por años y abiertamente a diversas garantías constitucionales; como el derecho de contratar (“asociarse”) o de ejercer industrias lícitas consagrados por el art. 14 de la CN; a la igualdad ante la ley garantizada por el art. 16; al derecho de propiedad consagrado por el art. 17; a la igualdad entre nacionales y extranjeros dispuesta por el art. 20; al tránsito de buques extranjeros en nuestro territorio que sostiene el art. 26 y a que los derechos constitucionales no pueden ser entendidos como negación de otros derechos constitucionales (art. 33). Más: la propia Constitución en su art. 42 exige (hasta ahora en vano) que las autoridades provean a la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados y al control de los monopolios naturales y legales; y establece que las autoridades deberán avanzar en promover relaciones de comercio con otras potencias (art. 27). Numerosas normas hasta hoy vigentes (especialmente en materia económica) contradicen flagrantemente tratados internaciones aprobados por la Argentina (como los de la Organización Mundial de Comercio o del Mercosur) a pesar de que el art. 75 de la norma fundamental prevé la supremacía de los tratados por sobre las leyes.
Hay más de 25 artículos de la Constitución degradados por prácticas y normas inferiores que, sin embargo, han tenido vigencia y convalidación por largo tiempo. Y, en verdad, todo el espíritu liberal de la norma fundamental ha estado jaqueado por lustros. Y ahora se pretende suprimir esas contradicciones. Por lo que estamos ante un auténtico dilema.
Los cambios de régimen no suelen ser armónicos. Y es cierto que la discusión en sede jurisdiccional está más acotada a preceptos rígidos, y ese trámite seguirá su curso. Pero, a la vez, existe la discusión política. Y esa discusión política ocurre en el Congreso, en otros debates públicos, en reuniones más cerradas y hasta en las calles. Y es en esa discusión política donde es preciso poner en los dos platos de la balanza el debate sobre la constitucionalidad.
La Argentina padece diversas falencias en sus funcionamientos. Una de ellas es la inveterada licuación de la Constitución por la praxis intervencionista opuesta a su espíritu liberal. Nada habilita violentar la Constitución para imponer sus preceptos, pero no suena lógico aferrase a la Constitución para dificultar su vigencia permitiendo la pervivencia de lo que se le opone. Y es relevante, al respecto, recordar que la parte dogmática de la Constitución (donde se encuentran los derechos y garantías afectados por normas inferiores durante tanto tiempo) se encuentra ubicada, en el texto constitucional, antes que la parte orgánica, precisamente porque condiciona el ejercicio del poder constituido (los órganos de gobierno): lo primero no debe ser violado por lo segundo. Esta afirmación, que es difícil de ser llevada al trámite jurisdiccional, sin embargo, puede ser tomada como fundamento en la discusión en el Congreso: es allí donde se puede (¿o se debe?) consagrar más Constitución (y no menos).
Así, la defensa de la constitucionalidad debe considerar que la gran mayoría de las reformas desreguladoras propuestas vuelven al espíritu de la Carta Magna. Explicaba Alberdi en sus célebres Bases: “Así como antes colocábamos la independencia, la libertad, el culto, hoy debemos poner la inmigración libre, la libertad de comercio, la industria sin trabas, no en lugar de aquellos grandes principios, sino como medios esenciales de conseguir que dejen ellos de ser palabras y se vuelvan realidades”. Hay tiempos de cambio en los que, paradójicamente, algunas discusiones se repiten.
Profesor universitario, presidente de la International Chamber of Commerce (ICC) en la Argentina