Una democracia presa del sectarismo
El reciente ataque contra la vicepresidenta de la Nación, saludablemente condenado por la inmensa mayoría de la sociedad, permite ir más allá del hecho delictivo y pensar el vínculo que existe entre el respeto por los adversarios políticos y el desarrollo del sistema democrático.
El 29 de septiembre de 1949, la Cámara de Diputados de la Nación, con mayoría peronista, votó el desafuero de Ricardo Balbín, por 109 votos a favor y 43 en contra. El trámite parlamentario fue solicitado por el juez federal de Santa Fe Alejandro Ferraronz, quien hizo lugar a una denuncia presentada por el legislador oficialista Luis Roche. El magistrado acusó al dirigente radical de desacato contra el presidente de la Nación por el discurso que el integrante del “Bloque de los 44″ había pronunciado el 30 de agosto en Rosario, durante el Congreso Nacional Agrario de la UCR.
Expulsado de la Cámara baja, Balbín fue detenido en La Plata en marzo de 1950, luego de votar en los comicios en los que se había presentado como candidato a gobernador bonaerense. Tras ello, fue condenado a cinco años de prisión y encarcelado en el penal de Olmos. El libro Balbín entre rejas, del historiador César Arrondo, permite entender la dimensión de aquel hecho. Por lo demás, el caudillo fue indultado por Perón y quedó en libertad en enero de 1951.
La historia siguió su curso. Durante 21 años hubo desencuentros, abusos de poder, golpes de Estado, proscripciones y violencia. El 17 de noviembre de 1972, luego de 17 años de exilio, Perón volvió a la Argentina. Dos días después, el líder justicialista fue visitado por Balbín en la residencia de la calle Gaspar Campos. El encuentro dejó un mensaje claro: en política no hay enemigos. Sin embargo, no todos lo entendieron así. Algunos grupos, empuñando armas y con ínfulas de vanguardia esclarecida, creyeron que para construir un país más justo había que eliminar a quien pensaba distinto.
Por estas horas, el pasado se vuelve presente. Con la impronta facciosa de los años 50, la polarización extrema está en su apogeo. Las referencias al odio no hacen más que confirmar la división tajante de la sociedad. En un artículo periodístico, Daniel Lutzky, profesor titular de Psicología de la Comunicación de la UBA, explicó con claridad lo que sucede: “La Argentina está cada vez más cerca de una fragmentación catastrófica. Si crecen las creencias que designan al otro como el violento y el odiador, corremos el riesgo de que los efectos de la creencia se nos vuelvan en contra”.
En tal coyuntura, el conjunto de la dirigencia tiene mucho por hacer. Para empezar, dejar de lado las sobreactuaciones ideológicas y moderar el discurso. Eso permite aislar a los sectores reaccionarios y antidemocráticos que apelan al caos general y las consignas inflamables. Además, hay que hacer buena política: debatir ideas racionalmente y, a su tiempo, disputar electoralmente los espacios de poder desde donde se administra el aparto estatal. Entretanto, urge reconstruir la credibilidad cívica desde la ejemplaridad pública. Al margen de las teorías conspirativas, que una parte de la población ponga en duda la veracidad del intento de magnicidio constituye un síntoma de apatía social; una muestra del lugar éticamente oscuro en que los argentinos han ubicado a sus representantes.
Así las cosas, mientras el escepticismo y la falta de acuerdos básicos alejan a los ciudadanos de la política, la democracia parece estar presa del sectarismo y las disputas acérrimas de antaño. Hay que salir de esta destructiva lógica de funcionamiento colectivo cuanto antes. En ese camino, el abrazo Perón-Balbín, ocurrido hace casi 50 años, quizá sea toda una señal.
Lic. Comunicación Social (UNLP)