Una dama inexorable
Desde que el mundo es mundo existe la finitud. Queramos o no, la vida se termina. Misteriosa e inexorable, la muerte siempre se hace presente. Y, por supuesto, esto ha sido así también en los tiempos en que la ciudad de Buenos Aires comenzaba a despegarse de la corona española. Es más, en aquel tiempo, la dama de la guadaña parecía estar más atenta que nunca. Es que para 1810, en la creciente aldea ubicada a la vera del río de la Plata la esperanza de vida era de apenas 45 años.
Un censo realizado aquel año, según registra Andrés Carretero en su libro Vida Cotidiana en Buenos Aires, dio como resultado que en la ciudad de unos 45.000 habitantes había solo 13 médicos, un practicante, 65 sangradores, 13 boticarios y 41 cirujanos auxiliares de medicina. Y a ese precario personal de salud hay que sumar que, entre otras cosas, las calles porteñas eran un escenario para la propagación de enfermedades por la cantidad de basura tirada en todas partes, la falta de control sanitario de los mataderos y las alimañas que atraían los enterratorios que existían en las iglesias de la urbe.
Todo parecía diseñado para que la huesuda señora se hiciera un festín. Y a eso hay que agregar a los fenecidos por hechos violentos que, víctimas de cuchillazos o de disparos, colaboraban en la baja del promedio de la expectativa de vida.
Precisamente, en aquellos primigenios tiempos de la patria en los que la vida se perdía con mayor facilidad surgió una frase que nos acompaña hasta nuestros días. Es la expresión “levantar el muerto”, que hoy se usa en referencia a hacerse cargo de pagar o liquidar una deuda, en general, bastante alta. Pues bien, esto se remonta a los años en que en Buenos Aires solía aparecer, de un día para el otro, un cadáver tirado en alguna de sus precarias calles.
Hasta 1820, los cuerpos de estos desdichados –caídos en desgracia por una mano criminal o por las garras de la miseria o la enfermedad- eran colocados debajo de alguno de los arcos del cabildo con la idea de que un pariente o amigo lo identificara y se hiciera cargo de los gastos de su entierro. Es decir, de levantar al muerto. Como esto rara vez ocurría, las autoridades optaron por dejar un tacho al lado del difunto para que la gente colaborara con dinero para solventar el sepelio.
Aunque parezca mentira, en ese entonces la muerte también servía a los efectos educativos. Hasta bien entrado el siglo XIX, la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo) solía ser el escenario de las ejecuciones de los condenados a la pena capital. Los reos eran fusilados o ahorcados a la vista de quienes quisieran presenciar ese funesto acto de justicia. Pero lo llamativo es que, entre el público presente, solía haber alumnos de las escuelas porteñas. Tal es el caso de los estudiantes del establecimiento educativo dirigido por Rufino Sánchez, que, a instanacias de su director, se colocaban en un sitio preferencial para observar de cerca los ajusticiamientos.
Después de ocurridos los letales castigos, describe el historiador Lafuente Machain, Sánchez tomaba la palabra para aleccionar a sus educandos acerca de las categorías morales que debían respetar y sobre lo que les podía pasar si se dejaban llevar por las malas compañías y por los vicios que acechan a la juventud. El director manejaba una pedagogía discutible pero contundente.
Pero si hablamos de la muerte y el siglo XIX en la ciudad, me quedo con un episodio donde la implacable señora sale derrotada. Es en 1875, en el patio con aljibe de una casona porteña. Hasta allí se llega una noche la parca para llevarse a un niño, Daniel, que está gravemente enfermo. Sin embargo, un diminuto personaje aparece en escena para distraer a Madame la Mort con relatos y bromas. Así es que a ella se le pasa la hora de recoger a Daniel que, de este modo, salva su vida. Sí. Esta vez, perdió la muerte. Como pasa cada vez que leemos esa maravilla que es El hombrecito del azulejo, de Manuel Mujica Lainez. Porque ese tipo de historias, por suerte, nunca mueren.