Una crisis de la que solo se sale con más democracia
¿Hay propagación, efecto demostración, o la presencia de una causa común? ¿Ambas o ninguna de las dos cosas? Apenas podemos conjeturar: si hay un eje común, es el de la democracia de masas en sociedades capitalistas, periféricas y atravesadas por la desigualdad.
Hipersimplificando, diría que en una era democrática, nuestros regímenes políticos se enfrentan con la desigualdad social y consigo mismos. De ningún modo se trata de problemas inéditos en la historia mundial, pero la historia siempre combina los problemas en formas novedosas.
En la región, que está entre las más desiguales del mundo, la modernización económica, social y cultural es de todos modos rápida. Nada tiene de extraño que la integración, de modo sustentable, a la globalización capitalista sea tan difícil como lo es evitar el deterioro institucional. La combinación de procesos populistas, liderazgos extremadamente autocentrados, fragilidad de lo representativo, corrupción, desafección, apatía ciudadana, lentitud en el fortalecimiento del gobierno de la ley, cuestionamientos y dudas contra la propia democracia funcionan, de modo paradojal, como marco, de la emergencia de nuevas formas de politización cultural. Nuevos valores y demandas que expresan un dinamismo social pero no siempre se complementan bien, en principio, con los principios y mecanismos delicados de la democracia representativa.
América Latina vive una era, no de tendencial muerte de las democracias, sino de intolerancia. Las trayectorias de crecimiento y modernización socioeconómica son, en general, discontinuas. Y, dado que el capitalismo es como es, mal podrían ser de otra manera. Pero estas trayectorias se acompañan de nuevas –renovadas, o renacidas– fuerzas identitarias y demandas que a veces son tan intolerantes como las reacciones que despiertan. Los liderazgos populistas no siempre surgen en la cresta de la ola de demandas sociales igualitaristas, a veces lo hacen como reacción contra ellas, por rechazo cerval a las expresiones multiculturales. En cualquier caso, no es raro que afecten las instituciones: generan jefes y enormes grupos perpetuacionistas.
Múltiples exigencias
Otra vez, nada tiene de asombroso. Pero hay muchos peligros, y se hacen visibles. El poder de fuego nada residual de las élites reaccionarias se hace sentir en las coyunturas inesperadas, en las que consiguen tomar las riendas del aparato estatal y emplearlo con fines represivos, por no decir vengativos. La intolerancia "multicultural" se manifiesta no menos que la intolerancia de quienes creen amenazados desde la raíz sus sistemas de valores. ¿Puede asombrar que todo esto, combinado con los saltos y sobresaltos de la trayectoria económica y de la integración social, constituya un desafío extremadamente exigente para nuestras instituciones democráticas?
La desafección, el desencanto de los que, en verdad, jamás estuvieron encantados, y la mediocre incompetencia del personal político (que tampoco tiene nada de raro) empujan dos fenómenos: liderazgos populistas y protestas extrainstitucionales (estallidos no necesariamente extrademocráticos). Ambos fenómenos tensionan aún más a las propias instituciones, que se defienden no siempre del todo mal.
A veces se olvida que el poder es indispensable, como el aire, pero no es inofensivo; en un contexto de fragilidades, inevitablemente la virtud política será demasiado escasa como para evitar caer en todas las tentaciones posibles. La de cargarse con el pluralismo, las libertades, las instituciones independientes, la moderación y limitación. Y a los que sostienen que la crisis democrática se combate con más democracia, personalmente les doy toda la razón. Más deliberación, más inclusión, son bienes tan necesarios como más capitalismo y más integración al mundo (en esto no estoy seguro de que los partidarios de la democracia deliberativa estén tan de acuerdo).
Fórmula difícil: prosperidad e igualdad. No veo otra sustentable para asegurar el futuro de nuestras democracias en el largo plazo.