Una costumbre autoritaria con serios riesgos institucionales
Lejos de enfatizar sus atributos diferenciales y a pesar de su promesa de romper con las perversas costumbres de “la casta” (es decir, con los vicios de la vieja política), Javier Milei se empecina en repetir y profundizar la ominosa tendencia de acosar a los medios de comunicación y a todos los que ejercen el derecho a opinar y criticar al poder. Emergente de las redes sociales, que siguen siendo su “zona de confort”, el Presidente se acostumbró a que en la arena virtual resulte habitual desacreditar, agredir e injuriar a cualquiera que disienta o presente apenas un matiz respecto de supuestas verdades reveladas, aunque se trate de profesionales de la palabra y de la información, reconocidos por sus pares dentro y fuera del país y con años de experiencia. A veces esto ocurre de forma espontánea u “orgánica”, como resultado de la asfixiante dinámica de polarización ideológica y cultural que se sufre con preocupante familiaridad en la mayoría de las democracias contemporáneas. Pero también existen “grupos de choque” virtuales que, con identidades fraguadas, conforman mecanismos sistemáticos para provocar hastío, frustración, temor, cansancio moral y, finalmente, autocensura.
Uno de los epítetos más comunes es “ensobrado”: el supuesto de que cualquier cosa que informe u opine alguien que “no la ve”, según cualquier criterio dominante o que se pretenda imponer, sea mayoritario o minoritario, constituye un acto de corrupción. Habría, según esta visión, alguien que paga para que un emisor determinado, aprovechando espuriamente su lugar o su inserción en el sistema de medios de comunicación, “opere” a favor de un líder, partido político, interés u organización del sector privado. Esto degrada el debate público: se impugna la legitimidad y veracidad de la información u opinión compartida y publicada sobre una cuestión controversial sin intentar siquiera confrontar argumentos o datos que demuestren una versión diferente, una evidencia que no hubiera sido tenida en cuenta o alguna premisa o experiencia que logre enriquecerla, aunque la refute. Mucho peor, se busca promover la desconfianza respecto de la prensa, una de las instituciones más importante en un sistema democrático.
La obsesión de los gobiernos y de los círculos de poder concentrado para acallar las voces críticas es una costumbre espantosa que no conoce de tiempos ni de fronteras. En las últimas semanas, puede por ejemplo advertirse una escalada de violencia contra profesionales de prensa en el contexto de las elecciones presidenciales en México y, no menos importante, una persecución judicial contra la red social X en Brasil. Para la Argentina, se trata de una práctica mucho más habitual de lo que una democracia digna y sana debería aceptar. Hasta el propio gobierno de Raúl Alfonsín, el primer mandatario con las credenciales más genuinas en materia de respeto por los valores democráticos, tuvo fuertes peleas con periodistas críticos y llegó a detener en 1985 a algunos de ellos, en un contexto preelectoral de alta incertidumbre y de temor por algunos atentados menores y amenazas de bomba. Mucho peor fue la situación durante la década menemista, la que tanto idealiza Javier Milei, con múltiples demandas judiciales y la utilización discrecional de la polémica pauta publicitaria, con el asesinato de José Luis Cabezas como el momento más dramático. Los absurdos vividos en los años de Néstor y Cristina Kirchner, incluyendo todo lo que giró en torno a la ley de medios, forman parte de las páginas más oscuras de su mediocre historia, en especial por las persecuciones a los accionistas de las principales empresas periodísticas y sus familiares, y por el uso y abuso de los recursos del Estado en materia de medios públicos, incluso para ridiculizar voces críticas. Aunque con menor intensidad, las desinteligencias y los conflictos con periodistas y medios continuaron desde 2015 hasta diciembre pasado.
Milei no solo continúa con esta penosa tradición, sino que en apenas cuatro meses la llevó a niveles sin precedente. Sus antecesores tuvieron al menos el decoro de esperar un tiempo antes de exponer su falta de respeto por el disenso y su intolerancia ante las críticas. Aprovechando su hasta ahora relativa popularidad (un capital que puede ser tan efímero como volátil), pero sobre todo su privilegiado estatus institucional, confronta y ataca a algunos de los más prestigiosos y experimentados periodistas del país. Si bien dio múltiples entrevistas a corresponsales extranjeros y colegas locales, todavía no brindó ninguna conferencia de prensa, al igual que sus principales colaboradores (su hermana, Karina Milei; el jefe de Gabinete de Ministros, Nicolás Posse, y su asesor estrella, Santiago Caputo). Si bien su vocero oficial, Manuel Adorni, tiene un contacto permanente con los periodistas acreditados en la Casa Rosada, nada reemplaza la interacción directa con los principales responsables de las decisiones que toma el Poder Ejecutivo. El conjunto de la ciudadanía ganaría muchísimo si estos funcionarios se allanaran a responder las inquietudes de quienes siguen a diario su agenda de actividades. Y sería para ellos una extraordinaria oportunidad para comunicar directamente los objetivos prioritarios de esta administración.
Una hipótesis: Milei ataca al periodismo porque no quiere que surja otro Milei. El mandatario es fruto de los medios de comunicación y supo, en sus comienzos, ocupar espacios y paneles en programas marginales cuando necesitaba construir su imagen y aumentar su grado de conocimiento. Supone, correcta o incorrectamente, que es muy poco probable que del viejo sistema de partidos (últimamente de coaliciones) pueda surgir una figura con la credibilidad y la capacidad para capitalizar el potencial desgaste que puede enfrentar en el futuro, aun si su plan económico (si es que puede hablarse de eso hasta el momento) tuviera éxito, al menos en lograr que baje la inflación e impulsar una recuperación del crecimiento. Sin embargo, puede ser mucho más difícil de controlar una figura que se apalanque en los medios y en las redes sociales, como su propia historia de vida lo avala. Curioso que un amante del libre mercado no quiera tener competencia. Aunque no es la única ni la principal contradicción que mostró en estos pocos meses de gestión.
“Es una cuestión de estilo que puedo no compartir, pero el Presidente tiene derecho a expresar su opinión de la forma que le parezca”, declaró Guillermo Francos a Cadena 3 Rosario. En rigor, la investidura obliga al Presidente a cuidar determinadas formas. La persona Javier Milei debe limitarse y adaptarse a las necesidades y los rigores que implica desempeñar la primera magistratura del país. Sabe perfectamente de qué se trata, como puso de manifiesto en su visita al Vaticano, cuando trató con respeto y consideración al Papa, diferenciándose de lo que había dicho y hecho cuando era candidato.
Una visión optimista indicaría que se trata de una curva de aprendizaje y que, con el tiempo, el Presidente entenderá que es improcedente lo que ha venido haciendo. Una mirada pesimista, por el contrario, enfatizaría en la intolerancia, el discurso de odio frente al disenso y un absoluto desconocimiento de la letra y el espíritu de nuestra Constitución, que supone un proceso de deliberación intenso y vivaz, basado en el respeto al otro y en el enriquecimiento de la comprensión de los asuntos públicos a través de un diálogo sincero y genuino.