Una conversación interminable sobre las preguntas de siempre
Indagar el presente en busca de respuestas exige hacerlo en diálogo con aquellos que han abordado antes temas esenciales como la libertad y la justicia
"Vivo en conversación con los difuntos", escribía Quevedo para referirse a la lectura de los autores clásicos: "Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos,/ y escucho con mis ojos a los muertos". También para Maquiavelo la lectura de los clásicos es conversación. En una carta dirigida a Francisco Vettore, citada por Anthony Grafton, cuenta cómo "llegada la tarde, regreso a casa y entro en mi despacho; y entrando me despojo de la ropa cotidiana, y me pongo mis mejores galas; y así vestido adecuadamente entro en la corte de aquellos antiguos hombres; donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro con ese alimento que es solo mío, y para el cual he nacido. Donde no me avergüenzo de hablar con ellos, y preguntarles por la razón de sus acciones: y aquellos por su humanidad me responden; y no siento, durante cuatro horas, ningún tedio, olvido todos mis problemas, no temo a la pobreza ni me asusta la muerte". En la lectura de los autores clásicos, explica Grafton, Maquiavelo no buscaba distracción "sino instrucción. Planteaba preguntas concretas e intentaba obtener respuestas perspicaces. La formalidad y lucidez de su planteamiento, el interés no por los etéreos sujetos eróticos sino por la acción política práctica se refleja vivamente en su alegoría de la lectura como foro de discusión".
Una y otra vez conversamos "con los ojos", una y otra vez vamos a buscar en los libros "las respuestas perspicaces" que nuestro tiempo nos demanda. Pero esas respuestas dependen, naturalmente, de las preguntas que formulemos. En cierto sentido, esas preguntas no son muy diferentes de las que nuestra civilización se hace desde siempre. Son las preguntas sobre la condición de la libertad, sobre la justicia y sobre la vida buena. Son preguntas permanentes -nuestra cultura ha intentado responderlas desde que los griegos las enunciaron por vez primera-, pero también son situadas: tienen una respuesta posible en el aquí y el ahora, en lo que es específico de nuestra condición presente, y es por eso que si las preguntas son permanentes, las respuestas son siempre provisorias.
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"Apocalípticos o integrados" fue la fórmula que acuñó Umberto Eco para caracterizar las posturas dominantes respecto de la por entonces (1964) emergente "cultura de masas". Una oposición que quizá reflejaba en su momento no solamente posiciones intelectuales sino también emocionales, como si el juicio fuera resultado no tanto del razonamiento como de afinidades o rechazos preexistentes. Algo semejante ocurre hoy ante los procesos que están transformando el mundo que nos resultaba conocido: ¿son los cambios en marcha parte de un proceso de "mejoramiento" de la civilización, lo que en alguna época se llamó "progreso"? ¿O son la antesala de la catástrofe? ¿Hay evidencia suficiente para permitirnos afirmar que este tiempo es mejor que los que lo precedieron? ¿O es eso el resultado de un sesgo optimista puramente ideológico, una especie de panglossianismo ingenuo que desconoce las tragedias del mundo contemporáneo? Esta posición parece haber encontrado su epígono en Steven Pinker, un psicólogo cognitivo devenido en adalid de la idea del progreso, cuyo panegírico titulado En defensa de la Ilustración "no habría estado fuera de lugar como material de propaganda en la era del estancamiento de Brezhnev: tiene todos los elementos de una doctrina oficial, junto con el tonelaje y la elegancia de un tractor soviético", como dijo del libro Nicolas Guilhot, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. A pesar del incontable número de errores que contiene, el libro de Pinker es interesante porque señala una de las principales líneas divisorias de la aproximación contemporánea al estado de las cosas: de un lado quienes, como él, son portadores de una fe radical en el carácter redentor de una modernidad técnica, dispuestos a reducir los problemas fundamentales "de la vida y la muerte, la guerra y la paz, la población y la pobreza, la raza y la desigualdad a una narrativa de power point del progreso humano universal y lineal que prescinde de las complejidades de la historia y de la política" y, del otro, quienes, como John Gray, piensan que si bien hay, indudablemente, progreso tecnológico y científico, no existe tal cosa como el progreso moral, que el mundo de lo humano es siempre un sitio en disputa y que la idea misma de progreso es parte del arsenal con el que ese combate se libra. En obras como El silencio de los animales, sobre el progreso y otros mitos modernos Gray recupera la idea griega según la cual las cosas pueden mejorar pero luego empeorar y volver al punto de partida: las edades luminosas y oscuras se suceden indistintamente. No hay un momento futuro de juicio final y reconciliación absoluta.
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De la adopción de una u otra perspectiva derivarán las preocupaciones que es posible tener (o no tener) y por tanto las preguntas que se habrán de formular. La perspectiva del optimista panglossiano ("Vivimos, decía el doctor Pangloss en el Cándido de Voltaire, en el mejor de los mundos posibles") plantea problemas técnicos que serán resueltos con recursos técnicos. Incluso el inmenso drama de la degradación de la naturaleza o, más aún, del mundo mismo, tendría para los optimistas soluciones técnicas. La ciencia y la tecnología habrían alcanzado un nivel de desarrollo tal que la naturaleza misma podría ser rediseñada: los ríos desviados, los mares purificados. Incluso los rincones más profundos de la naturaleza humana podrán ser conocidos y "mejorados" gracias a la ciencia y la tecnología: mientras que en los tiempos pretéritos solo contábamos con especulaciones metafísicas, ahora la biología y las neurociencias nos proporcionarían respuestas materialistas y verdaderas sobre el funcionamiento de la mente.
Pero si, como sostiene John Gray, el progreso no es más que un mito, el hombre sigue empeñado en los combates que de uno u otro modo debió enfrentar a lo largo de la historia. Las preguntas sobre la organización de la vida social, sobre el bien y el mal, sobre la justicia, sobre la igualdad y la libertad, sobre la dominación y la opresión, sobre nuestra relación con la naturaleza y con el mundo que habitamos siguen abiertas. Nuestro mundo vuelve a adquirir, así, la dimensión política que la teleología del progreso pretendía suprimir sustituyendo un argumento por un tuit, una amistad por un like, el ejercicio de pensar por una charla TED.
La conversación con los difuntos, o con los ausentes, el escuchar con los ojos lo que ellos no están diciendo, nos permite reponer los problemas del mundo contemporáneo en su complejidad, nos obliga a aceptar que no solo no tenemos respuestas para todo, sino que aun las respuestas que tenemos son muchas veces inacabadas, contradictorias, humanas. Indagar el presente exige hacerlo en conversación con aquellos que dudan, con los escépticos, con los incrédulos, con los que están dispuestos a temblar con la inquietud de la incerteza. Hacerlo con quienes, ayer como hoy, comparten esos rasgos de Montaigne que tan bien presenta Antoine Compagnon: "Su actualidad -dice-- es la de un pensamiento emancipado, deambulante y plural, de un pensamiento sometido a ensayo, enemigo de todos los fanatismos y de todos los fundamentalismos, de un pensamiento político en el sentido noble, que tiene por objeto la identidad de la nación por encima de las creencias y de las devociones".