Una coalición fundada en la amnesia
Tan afectos a reivindicar la memoria, los integrantes de la nueva coalición que gobierna la Argentina han logrado sin embargo llegar al poder en base al olvido. No tiene sentido, salvo para refrescar la precariedad ideológica sobre la que se construyó el Frente de Todos -y para tomar recaudos sobre las consecuencias que tendrá en la puja por espacios de poder- recapitular esas discrepancias de fondo porque son tan recientes que están al alcance de cualquiera, sin siquiera tener que bucear en los archivos. El actual presidente, su principal aliado, Sergio Massa, y algunas de las figuras más emblemáticas del flamante oficialismo -como Pino Solanas, Felipe Solá o Victoria Donda- han sido enemigos furiosos de la principal armadora de la coalición que devolvió el peronismo a la Casa Rosada y al gobierno de la Provincia de Buenos Aires. No se ahorraron a lo largo de los últimos años ningún agravio.
Por eso, suena extraño tratar de atribuirle a los gestos de desprecio que la flamante vicepresidenta le dedicó a Mauricio Macri durante la asunción del mando una connotación positiva: algo así como "no soporta la hipocresía". Ningún acto de cinismo puede superar la danza de súbito amor que ensayaron en su debut los nuevos integrantes del elenco gubernamental. Es posible que la política requiera de una dosis de inevitable simulación. Pero es inconcebible usar una vara moral para enjuiciar ciertas actitudes y cubrir otras. Si admitimos pragmatismo a rajatablas para forzar sonrisas en el oficialismo multipolar (nadie pide que los gobernantes se quieran) no se puede esgrimir "principismo" para justificar el ninguneo y el desprecio por los opositores.
El respeto a la investidura no es una conducta basada en la generosidad o bonhomía (aunque estos gestos se agradecen cuando afloran -como el abrazo que Alberto Fernández le dedicó a su antecesor- porque aportan civilidad a la barbarie) sino que tienen un profundo sentido republicano: Macri no es sólo un ciudadano que entrega los atributos del mando porque le corresponde hacerlo, sino porque es el genuino representante de una enorme minoría que perdió las elecciones y, por tanto, debe dejarle el poder al que sigue. Es su obligación constitucional.
El deprecio al ahora ex presidente por parte de Cristina Kirchner no puede ser leído, por tanto, más que como desprecio al 41 por ciento del electorado que mantuvo en pie hasta el martes. El acting de la vicepresidenta, primero retirándole la mirada y luego rechazando la lapicera que había utilizado Macri, es un reflejo inocultable de su concepción del poder. Ella bendice. Ella excomulga. Está más cerca de la divinidad que del pedestrismo constitucional.
En este punto vuelve a asomar el desafío fundamental que tenemos por delante. Al estar integrada un sector que respeta el lenguaje y las formas de la política (el espectro que va de Fernández a Massa) con otro (los combatientes de la Tierra Arrasada, digamos) es inevitable imaginar que la disputa en la cumbre del nuevo poder, tarde o temprano, va a tensar las cuerdas de nuestra institucionalidad. En ese delicado equilibrio se juega el perfil de la democracia. Porque la grieta no asoma aquí como una disputa de matices acerca de la economía y la política sino como una profunda diferencia acerca de la representación popular.
Cristina aceptó a Alberto porque su astucia política le indicaba que sola no ganaba. Hoy lo sostiene, aunque le marque el territorio, porque sabe que vienes tiempos en los que habrá que pagar costos políticos enormes para sostener una economía colapsada. Pero el kirchnerismo no abandonó la idea de ir por todo: lo acaba exponer con crudeza en el traspaso de mando en la Provincia, el territorio liberado del cristinismo insurgente. Su esencia lo empuja hacia la unanimidad. Es genéticamente monocolor. No admite la existencia del otro.
En uno de los proyectos en pugna hay una oposición con la que es necesario debatir, acordar y, en todo caso, derrotar en elecciones. En el otro, solo existen los buenos (a los que la Historia ha encomendado una misión redentora) y los arrasadores de la patria neoliberal, un enemigo que no debería existir. Por eso, mirarlo (verlo, en realidad) es una forma de legitimarlo.
El discurso del nuevo presidente ante la Asamblea legislativa debería imprimirse para tenerlo siempre a mano. Es una carta de intención que, tarde o temprano, se pondrá en juego como promesa o verdad. Porque la amnesia oportunista de los comicios se desvanecerá más temprano que tarde. Y en ese momento se pondrá prueba el poder de la auténtica mayoría argentina, la que obligó a los extremistas a correrse al centro para ganar, y a los disconformes del anterior oficialismo a tragarse las broncas para no ceder ante los facciosos del pasado. Ese es el pacto del Nunca Más que deberemos reinventar si no queremos perder la república.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino