Una Celac confusa y un Brasil esperanzador
Este mes ha estado movido en la región. Desde el esperanzado primero de año, en que tuvimos la oportunidad de acompañar a nuestro presidente Lacalle Pou y al colega Mujica en la toma de posesión de Lula en Brasil, han ocurrido muchas cosas. No todas buenas, por cierto, como el asalto a los edificios institucionales de Brasilia por los bolsonaristas radicalizados, homólogo de la cinematográfica invasión al Congreso de los Estados Unidos por los trumpistas. Tampoco todas malas, tal cual la presencia del presidente brasileño en la cumbre de la Celac en Buenos Aires y su corta pero interesante visita a Montevideo.
El aroma de los vientos chavistas con los que nació en Caracas en 2011 se percibe todavía en la Celac. Se recogían entonces viejos mecanismos de diálogo y coordinación que en su tiempo se habían constituido con motivos específicos, para enfrentar la crisis centroamericana y la de la deuda externa en aquellos años 80 en que retornábamos todos a la democracia. La idea fue una instancia de diálogo sin los Estados Unidos. Como la Unasur era América Latina sin México, invento empequeñecedor de la diplomacia brasileña de la época. Nunca es lo mejor juntarse para excluir si de diálogo se trata.
El retorno de Brasil al grupo le dio a esta reunión de Buenos Aires un ámbito fuerte de resonancia, luego de años de alejamiento. La Argentina pretendió desvanecer el original tufillo antiyanqui invitando al propio presidente de los Estados Unidos, algo más que lógico cuando se está negociando constantemente con el Fondo Monetario y reclamando apoyo norteamericano. Biden fue representado por su asesor presidencial especial, Christopher Dodd, legendario parlamentario demócrata, que desde 1981 hasta 2011 ejerció una importante influencia en la política exterior. Hijo de otro ilustre senador, los Dodd son una familia muy cercana a América Latina y de amplio reconocimiento en la vida política. Uno de sus hermanos, Thomas, fue embajador en Uruguay, y recuerdo el comentario de que su padre les había inculcado ese interés, incluso haciéndoles estudiar castellano, como no era común en la época.
El dictador nicaragüense se disgustó con esa presencia, como es natural, poniendo al desnudo la enorme dificultad de mantener esa coordinación entre gobiernos emanados de elecciones libres y otros que ejercen el poder desde la fuerza. No se trata de pensar distinto, más a la izquierda o más a la derecha, sino de convivir democracias con gobiernos autoritarios que, como dijo nuestro presidente Lacalle Pou, se sentaban allí a votar una declaración sobre democracia cuando “no respetan las instituciones, ni la democracia ni los derechos humanos”.
Esta gigantesca dualidad se traslada a gobiernos populistas latinoamericanos que se niegan a condenar esas dictaduras, con la solitaria excepción del chileno Boric, que reclamó por los derechos humanos en Venezuela. Flotaba en el ambiente, también, el tema peruano, que vuelve a partir aguas.
El hecho es que Perú vivió, desde julio de 2021, un año y medio de gobierno que más se parecía a una montaña rusa que a una administración. Castillo cambió cinco gabinetes, en medio de oleadas de renuncias y designaciones, que culminaron en diciembre, cuando con las manos temblorosas leyó un discurso cesando el Parlamento. Si incompetente había sido su gobierno, el intento dictatorial superó todas las cotas, porque no contaba con nadie para ese paso, ni en el terreno político, militar o empresarial. Estaba solo y a las pocas horas terminó preso porque hasta fue frangollón en su fallido intento de asilo en la embajada de México. Ahora resulta que también nuestros países se dividen porque, para algunos, un intento de golpe de Estado de izquierda no es tan malo como uno de derecha, y ahí están varios países, encabezados por México, defendiendo a Castillo.
La ausencia de Maduro es aleccionadora. Es bueno que el dictador sienta una real condenación moral. Fue removedor el planteo de Patricia Bullrich, invocando el precedente de Pinochet, apresado en Inglaterra por un simple juez de instancia, que invocó la jurisdicción universal sobre los derechos humanos. Estábamos en aquel momento en una Cumbre Iberoamericana, en Oporto, y Fidel dijo que el hecho era “jurídicamente discutible, moralmente plausible y políticamente erróneo, porque solo le traería problemas a Chile”. En el caso venezolano, desgraciadamente, la política exterior de los Estados Unidos, no siempre coherente, le ha abierto a la dictadura venezolana una inesperada bonanza de matriz petrolera.
Como se advierte, ha quedado expuesto el desbarajuste institucional que es América Latina, aunque la reaparición de Brasil en el escenario puede ser interesante si se despega de las solidaridades ideológicas. Así lo dijo promisoriamente en Montevideo, donde también estuvo muy abierto al planteo del gobierno uruguayo de intentar un acuerdo de libre comercio con China. Reconoció que los reclamos “son más que justos. Primero, porque el papel de un presidente es defender los intereses de país, los intereses de su economía y de su pueblo. Segundo, porque es justo querer producir más y querer vender más, y por eso es importante una apertura para el resto del mundo”. Aceptó también que el Mercosur precisaba cambios, a partir del acuerdo con la Unión Europea, para luego estudiar un relacionamiento colectivo con China. Uruguay insistió en que iría dialogando con China e informando paralelamente a sus socios, a quienes podrían resultar beneficiosos los avances que se fueran alcanzando.
Un párrafo especial merece la fantasiosa idea de la moneda común, nueva recaída en ese mundo paralelo de irrealidad que tanto desprestigia los acuerdos internacionales. Una fuga hacia delante para escapar de la actual debilidad monetaria de la Argentina no luce más que como una aventura. De las que, lejos de ilusionar, entristecen.
La Celac no es otra cosa que un foro de diálogo político. No es poca cosa. Dejó en claro la confusión en que vivimos.