Una campaña positiva es mejor
La campaña política ya ha empezado. Nos gustaría que los mediocres debates presenciados hasta ahora en los medios masivos (en especial audiovisuales) elevaran su nivel de interés e inteligencia. Por supuesto, algo peor que un debate rígido y esquemático es la falta total de debate. Y también por esto hemos sufrido. Lo habitual ha sido, por el momento, que cada medio brindara sus espacios a personajes de su misma posición política, fuesen del Gobierno o fuesen de la oposición, y sin que nunca o casi nunca pudiéramos verlos juntos, discutiendo mano a mano.
(Un extraordinario y polémico ejercicio de la libertad de expresión, que no creemos que tenga antecedentes en el país, ha sido el efectuado por la radio y el canal públicos, que permitieron que se manifestaran por sus ondas los opositores más extremos, sin ahorrar insultos soeces hacia el Presidente y otras figuras del Gobierno.)
Cuando, sin embargo, la reunión de los que piensan distinto se produce, a menudo los interlocutores, en lugar de proponer ideas originales, se desgastan en una previsible confrontación verbal que no llega a ninguna conclusión, en la que gana el que gesticula y sonríe mejor, y en donde el oficialista suele caer en la trampa que le tiende el opositor, que se saltea las respuestas referidas a la corrupción y el desgobierno anterior, y grita sus muletillas sin avergonzarse: "¡Ustedes son la derecha neoliberal! ¡Ustedes hambrean al pueblo!". A partir de aquí cesa toda razonabilidad en la discusión, la confusión domina la escena y los adversarios ya son enemigos.
¿Cuál será el comportamiento de la dirigencia partidaria, al borde de la campaña para las PASO? ¿Hay campañas en marcha que incluyan proyectos políticos serios, capaces de recoger la voluntad de cambio de los ciudadanos, o todo será parecido a la escena patética que acabamos de iluminar?
(Conviene aclarar que no partimos aquí de una neutralidad cuyo lugar no existe, sino de un apoyo crítico al gobierno nacional y a la coalición Cambiemos que lo sustenta, aunque sin incondicionalidades ni suspensiones del juicio.)
Tratemos de descifrar, ante todo y brevemente, qué espera de la próxima campaña el ciudadano anónimo, con cierto interés en la política y de orientación opositora, en su mayoría peronista. Si bien comparte el rechazo de la política económica, acepta las reglas de la democracia y confía especialmente en la marcha hacia la unidad de su partido, con la intención de convertirse en competidor electoral con posibilidades. Se pone violento a veces, pero no es golpista. Quizá sus objetivos apuntan hacia 2019 más que hacia 2017. Si se quieren nombres que se preparan para esta fase (tal vez) republicana del partido populista argentino por excelencia, aquí están Urtubey, Randazzo, Massa, De la Sota, Schiaretti. Su contribución a la construcción de un sistema político estable puede ser importante. No puede decirse lo mismo de los exaltados grupos del régimen anterior, despechados ante el poco éxito de su estrategia para liderar un encuentro de las diversas capillas justicialistas. De todos modos, ellos también tendrán que moderarse. Una derrota de su portaestandarte, la ex presidenta Cristina Kirchner, podría ser el fin de la carrera política de ésta y la extinción del grupo que la sigue.
El oficialismo tendría que ser el primero en retirar la corrupción como centro del debate electoral, aunque aparecerá solo, sin que lo llamen. La campaña no debe ser oscurecida por una ola de denuncias personales. La Justicia, no la política, es la que tiene que juzgar, con absoluto rigor e independencia, a quienes hayan cometido delitos o los cometan hoy.
Es lícito soñar con una campaña totalmente positiva, en la que el Gobierno se niegue a la confrontación vacua y exhiba sus realizaciones y sus proyectos (realmente) en marcha, y se comprometa a terminar lo que se ha iniciado. Así, tendríamos como soporte visual imágenes de escuelas, de caminos, de hospitales, a su vez sostenidas por personas, por individuos concretos, con una luz de esperanza en la obstinada lucha contra la pobreza y la desigualdad.
No hay que eludir el debate (positivo), sino provocarlo. Debatir, sí, en busca de un acuerdo republicano que asegure la continuidad institucional y abra la puerta a las reformas económicas y sociales que el país requiere. Y por lo menos tengamos la ilusión de que las próximas elecciones de medio término, en las que no cambiarán demasiado los números en el Congreso y todo el mundo se verá obligado a negociar, nos sirvan para mejorar los modales de la política, si no las cuestiones de fondo.