Una campana como símbolo de la concordia
Casi podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la historia del hombre está directamente entrecruzada, fuerte e íntimamente, con la historia de las guerras. Han sido socias, hasta hoy, sin solución de continuidad. Siempre. Vida y muerte, atrapadas la una con la otra, sin poder romper un vínculo inexorable y fatídico.
Hombre y guerra. Donde va uno, allá estará la otra esperándolo, encubierta o frontalmente, por distintas causas. Ideologizadas o simplemente expansionistas; regionales, mundiales o de facciones; con mercenarios o profesionales. Tierra, aire, mar, comunicaciones o el universo cibernético, todo se impregna y derrama por esta horrible condena que, casi como la vida misma, no tiene fecha cierta de inicio ni de final.
La paz es una verdadera quimera que el hombre ha perseguido sin alcanzar jamás. Una utopía siempre vigente. En 2001, la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) decidió instaurar el 21 de septiembre como el Día Mundial de la Paz. Proclamó que esa jornada estaría dedicada a fortalecer los ideales de la paz universal, respetando (aunque por ese solo día) la no violencia, el alto al fuego y los armisticios vigentes.
Toda guerra produce devastación, pobreza, hambre, destrucción de sociedades y ciudades, desplazamientos migratorios de millones de personas, lesiones, mutilaciones. El infierno mismo en la Tierra. Sus secuelas son graves y dolorosas. No solo la muerte de hombres, mujeres, niños y ancianos, sino también de etnias, costumbres, poblaciones enteras en zonas rurales. No hay límites ciertos o previsibles. Todo es horror y caos generalizado.
Y ante tanto drama, un gesto. El 8 de junio de 1954, Japón obsequió a la ONU una inmensa campana, fundida con infinidad de monedas donadas por más de 60 naciones del mundo, como testimonio del anhelo de vivir en paz que yace en el corazón mismo de la humanidad. En su costado, 8 caracteres japoneses que dicen: “Larga vida a la paz mundial absoluta”. La campana se toca dos veces al año: en primavera y en la jornada de apertura de la Asamblea General del organismo mundial, en Nueva York. Apenas un gesto que humaniza a la condición humana. Tal vez un segundo de inspiración para los líderes mundiales. Un símbolo, una simple campana, cuyo sonido convoca a reflexionar sobre lo trascendente: afrontar aun lo que nos parece imposible, reforzar la determinación de vivir en armonía.
Por eso, ante un nuevo 21 de septiembre corresponde también evocar al inolvidable músico catalán Pablo Casals, quien, por invitación del entonces secretario general de la ONU, U-Thant, aceptó componer un himno para las Naciones Unidas, en 1970. Fenomenal sinfonía que fue reconocida mundialmente y nos muestra que por distintos caminos –el infinito universo de las artes, el consenso, el diálogo fértil– se pueden obtener respuestas que lleguen en nuestro auxilio, para evitar la atroz realidad de las guerras y sus trágicas consecuencias. Solo debemos levantar la vista y mirar el conflicto que enfrenta hoy, en pleno siglo XXI, a Ucrania y a Rusia.
Tal vez evocar a dos constructores de la paz sirva de iluminación a todos. Mahatma Gandhi dijo: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”. Y Nelson Mandela, desde su inigualable lugar en la historia universal: “La paz no es simplemente la ausencia de conflictos. La paz es la creación de un entorno en el que todos podamos prosperar independientemente de la raza, el color, el credo, el sexo, la clase, casta o cualquier otra característica social que nos distingue”.
Sirvan estas pocas líneas como un modesto llamado colectivo a la cordura para poner fin al infinito ejercicio de los hombres de matarse entre sí.