Una burla a la responsabilidad republicana
La historia argentina es rica en “proscripciones”. Las hubo personales, como el veto de la fórmula Alvear-Güemes, inaugurando el fraude patriótico y la década infame. Las hubo generales, como la instaurada por Perón a la oposición, algunos perseguidos y ridículamente presos por desacato. Las hubo graves, como la que llegó hasta quitarle el grado militar y el uso del uniforme al propio Perón. Las hubo más subrepticias, como la intentona de proscribir a Menem con la propuesta kirchnerista de prohibir candidatos mayores de 70 años.
Hasta hace no mucho tiempo, la proscripción marcó la vida electoral del país, desde el fatídico golpe de Estado de Uriburu. Con sus distintas caras, su fin siempre ha sido la manipulación electoral ante la posibilidad del resultado adverso. Hacer trampa, digamos, para no perder el poder, especialmente ante temores fundados de volver al llano.
Según el diccionario, en lo que aquí importa, proscribir es “declarar a alguien público malhechor, comúnmente por causas políticas”. Y en lo que aquí importa, porque en los últimos días, el partido oficialista ha argüido que uno de los miembros del triunvirato gobernante no podría presentase a candidato a presidente por estar proscripto.
La historia se repite, decía Marx: la primera vez ocurre como tragedia, la segunda como farsa. Lo que estamos presenciando es la segunda parte, la repetición, que padece el vicio de las malas copias: es esperpéntica y roza el patetismo. Y en esto de forzar los argumentos, lo grave es que está produciendo un daño institucional mayúsculo, que amenaza causar el salto de la anomia al vacío.
Visto con objetividad el proceso desde el inicio, si hay algo que no se le puede negar es la creatividad, que recuerda las torsiones argumentales de los sofistas. Todo empezó con un anglicismo, el lawfare: para contrarrestar la gravedad de procesos judiciales por corrupción, se sostuvo que eran una persecución judicial. No miren los hechos ni la evidencia; lo que importa es lo que les digo, no el expediente judicial; no hay pruebas, todo es política. Cuando no fue suficiente, cargamos contra las instituciones, recurriendo a la acción directa. Cuando no bastó, sacamos la carta de la proscripción.
Y acá estamos, una vez más intentando cambiar la realidad con palabras. Porque, seamos claros, lo que hay es una condena por corrupción de primera instancia, con inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos, en un proceso judicial sin vicios. Y lo que importa no es que haya una apelación de por medio, que haga que la pena no esté firme. Lo que importa es que, si se aceptara que un proceso penal por rendir cuentas por actos realizados durante la función pública es proscripción, pues eso significaría una inmunidad impropia, que devendría impunidad lisa y llana. Un nuevo sofisma: una condena por corrupción no sería condena, sino proscripción.
“Todos somos iguales ante la ley” es un dogma jurídico que transformó la historia para bien. Que desde el poder se intente esquivar sus efectos argumentando lo que no es, es una farsa, pero más que nada una burla, una burla a nuestra historia y a la responsabilidad republicana.