Una agenda pública para la recuperación después de la pandemia
En política, el modo de plantear un problema nunca es inocente. Lo digo por las múltiples discusiones que tienen lugar aquí y en el resto del mundo acerca de cómo serán las cosas cuando pase la pandemia. La pregunta establece un corte entre los tiempos del Covid-19 y los que vendrán y lo totaliza. Esto implica valerse de una anhelada discontinuidad en el plano de la salud para ocultar que los conflictos económicos, sociales e ideológicos se siguen librando ahora mismo a distintos niveles cuyas temporalidades no necesariamente coinciden. La era de la pospandemia dependerá de cómo se vayan canalizando estos conflictos y, por eso, no hay respuestas únicas y las variaciones entre regiones y países serán considerables.
Al sentido común le resulta mucho más fácil de entender la idea del mercado que la del Estado
Despejemos el camino a la reflexión señalando que al sentido común le resulta mucho más fácil de entender la idea del mercado que la del Estado, tal como lo predica a diario el liberalismo económico. La primera se asocia de inmediato con los intercambios de la vida cotidiana, mientras que la segunda resulta distante y borrosa y abarca múltiples aparatos y burocracias que parecen incontrolables. Claro que la realidad tiene muy poco que ver con esta manera de interpretarla. Son varias las razones. Primeramente, todos los mercados (salvo los clandestinos) están regulados por el Estado y este puede ser controlado mediante una auténtica separación de poderes y otros mecanismos de probada eficacia. Después, aquella imagen simplista del mercado soslaya el papel secundario que desempeñan las pequeñas empresas en el terreno de las decisiones colectivas. En términos generales, tanto en la escena nacional como en la internacional los mayores jugadores son desde hace rato las grandes corporaciones y los propios Estados. Y esto al punto de que ni siquiera los gobiernos o las agencias internacionales pueden hoy funcionar sin el apoyo de esas firmas.
Un par de datos a tener en cuenta. Unas 500 empresas (sic) generan un tercio del PBI mundial. A la vez, no más de 1000 firmas dan cuenta del 50% de las transacciones que se realizan en las 60.000 bolsas de valores que existen en el mundo. A todo lo cual se suma que una parte muy significativa del comercio internacional (alrededor de un 40 %) ocurre entre filiales de las mismas corporaciones, con las maniobras y manipulaciones que esto les permite realizar. Como el lector imaginará, este impresionante andamiaje, único en la historia, sufre sacudones durante la pandemia, pero no por eso perderá su sitio cuando esta pase. Ya sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando no por casualidad varios grandes complejos industriales de Alemania ni siquiera fueron atacados. (Recuérdese como temprano ejemplo de globalización que en la década del 30 corporaciones como Ford, Rockefeller o J. P. Morgan financiaron generosamente al gobierno de Hitler, quien condecoró a sus directivos en 1938). Más cerca de nosotros, pasó con el desastre financiero de 2007/8. Y está ocurriendo ahora, cuando en Estados Unidos se reduce el desempleo porque se flexibilizan las restricciones y el Estado subsidia a empresas cuya estructura productiva no fue afectada por el Covid-19.
¿Acaso pienso, como muchos, que todo volverá a ser como era? Espero que no. Pero tampoco comparto los sueños utópicos de otros. En una reciente entrevista (la nacion, 14/6), Muhammad Yunus, Nobel de la Paz 2006, anuncia que el actual colapso abre las puertas de un "mundo nuevo" cuya arquitectura pospandemia se basará en la regla de los tres ceros: "cero concentración de riqueza, cero emisión de carbono y cero desempleo". Y agrega: "El Covid-19 nos dejó en tabla rasa. Podemos diseñar lo que sea e ir hacia donde queramos".
Lo que sí es cierto es que la pandemia ha dejado al desnudo las brutales desigualdades generadas por la globalización capitalista. En palabras de François Dubet, el Covid-19 no tiene moral ni ha creado inequidades nuevas: solo revela las que ya existían. El volumen y la altísima vulnerabilidad de los sectores pobres tanto en los países centrales como en los periféricos son una prueba irrefutable. Frente a ello, hay por lo menos dos tendencias a tener en cuenta.
Una es la necesaria centralidad que ha adquirido el Estado en la lucha contra el virus, lo cual despierta los recelos liberales que indiqué más arriba. En varios lugares, esa centralidad ha desembocado en una notable concentración de poder en el Ejecutivo, so pretexto de las urgencias que plantea la pandemia. La otra es la tendencia a una intensificación del activismo político que da salida al malestar social a través de manifestaciones populares que ganan las calles desde Santiago hasta Beirut, pasando por Nueva York, San Pablo o París. Es indudable el papel crucial de las redes sociales en estas explosiones, que en general carecen de unidad y de liderazgo y cuyo espontaneísmo puede asumir orientaciones por demás contradictorias. Todo indica que las dos tendencias van a persistir y que uno de los objetivos mayores de las luchas democráticas será impedir los excesos de la primera y el desborde de la segunda hacia el apoyo a diversas formas de terrorismo, de xenofobia, de racismo, etcétera.
Por otra parte, los tiempos que corren han promovido rápidos avances y aprendizajes en el campo del teletrabajo y de la automatización, y este es un cambio que permanecerá. Uno de sus efectos será el aumento del desempleo neto y la creciente marginalización de los sectores menos educados, y otro la profundización de la brecha entre países ricos y pobres. De modo similar, sería irracional no reconocer las grandes falencias que han revelado los sistemas de salud, que claman por ser reestructurados. Solo que aquí aparecen nuevamente los contrastes entre los países centrales y los periféricos en términos de recursos. Ambos están siendo seriamente afectados en términos económicos, pero se prevé que los primeros se repondrán en un par de años mientras que el destino de los segundos es en buena medida incierto.
Esto me lleva a una reflexión final, apoyada en algo que suena a perogrullada pero no lo es: para combatir la desigualdad, es imprescindible una mayor igualdad. En el plano nacional, lograrla implica poner ya en la agenda pública una importante y sostenida redistribución del ingreso a través de reformas fiscales progresivas y de gastos públicos eficientes. El punto de referencia inescapable es, otra vez, lo ocurrido al término de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, las naciones derrotadas gravaron fuertemente la riqueza (con alícuotas de hasta un 50% en Alemania y de un 80% en Japón). Por el otro, las democracias capitalistas conciliaron en buena medida los intereses económicos, sociales y políticos sacando partido de la centralidad adquirida por el Estado para erigir los llamados Estados de Bienestar. Las políticas públicas se orientaron a la creación de empleos y a la protección de los trabajadores, al tiempo que se destinaron grandes inversiones a desarrollar, reconstruir y expandir las infraestructuras y los servicios sociales. Para ello, se diseñaron planes específicos (los Informes Beveridge en Gran Bretaña, Marsh en Canadá o Van Rijhn en los Países Bajos) que ahora brillan por su ausencia. Lo mismo que un esfuerzo cultural e ideológico constante para inclinar a la opinión pública a apoyar la transformación democrática, igualitaria y participativa que, con ritmos diversos, podría convertirse en el mediano y largo plazo en el mejor corolario de la pandemia.