Un voto de bronca y esperanza en las universidades
Más allá de siglas y agrupaciones, las urnas universitarias han expresado inconformismo y una demanda de cambio
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El voto estudiantil en las principales universidades nacionales tal vez deba interpretarse como un germen de rebeldía juvenil. Quizá sea, también, el anticipo de nuevos vientos políticos en el país. Ha marcado un claro retroceso del kirchnerismo y de la izquierda, con un resurgimiento de Franja Morada y los movimientos reformistas e independientes. Más allá de siglas y agrupaciones, las urnas universitarias han expresado inconformismo y una demanda de cambio. Han tomado distancia de La Cámpora, que se percibe a sí misma como intérprete de la idiosincrasia juvenil, y han expresado enojo y malestar con los sinuosos oficialismos de las conducciones universitarias.
Asomarse al mapa de la política estudiantil implica el desafío de descifrar un territorio muy fragmentado, con identidades singulares y borrosas líneas divisorias. Pero si se intentara una gruesa simplificación, podría hablarse de tres grandes universos: la izquierda trotskista, el kirchnerismo y un amplio universo de agrupaciones reformistas en el que conviven, con diferencias, Franja Morada, el socialismo y movimientos independientes más inclinados hacia un lado u otro del espectro ideológico, pero no alejados del centro. Lo que acaba de ocurrir en las universidades de Buenos Aires, La Plata y Rosario es que la moderación de centro recuperó protagonismo, aun en facultades en las que La Cámpora y la izquierda parecían ejercer una hegemonía imbatible. ¿Qué significa ese giro de los estudiantes universitarios? ¿En contra de qué votaron? ¿Qué mensaje se esconde en los pliegues de esas elecciones, y qué expectativas y esperanzas expresan? No existen, por supuesto, respuestas nítidas y lineales. Pero todo indicaría que, entre otros síntomas, hay un principio de divorcio entre algunos sectores de la clase media universitaria y el kirchnerismo.
Muchos jóvenes han empezado a ver que “el relato” es una cáscara vacía y que el “modelo” que gobernó la Argentina durante 14 de los últimos 18 años no les garantiza trabajo, vivienda ni crecimiento profesional. Pero en estas elecciones no votaron a un gobierno nacional ni provincial, sino a sus representantes en los órganos de gobierno universitario. Por supuesto que habrá influido el desencanto de la política nacional, y quizás haya tenido especial gravitación la evidencia de que La Cámpora está más aferrada a los cargos que a los cambios. Pero parece claro, además, que el voto estudiantil ha buscado sacudir la modorra de un sistema universitario en el que el debate parece anestesiado y que, desde hace décadas, no tiene discusiones de fondo sobre temas como el ingreso, el financiamiento, y el rumbo estratégico de su oferta científica y académica. Desde hace más de un siglo, la universidad pública no asume una reforma estructural que movilice sus cimientos. Hoy parece gobernada por una burocracia que se abraza a sus propios intereses y se ampara en eslóganes huecos. Sería necio no ver en el voto estudiantil un reproche a ese statu quo.
La reforma de 1918 tuvo, entre sus principales conquistas, la eliminación de la “clase magistral”, en la que un profesor dictaba cátedra ante un estudiantado pasivo, que solo tomaba apuntes. Fue reemplazada por la clase interactiva y participativa, en la que los temas podían discutirse y el conocimiento se digería en un ida y vuelta entre el docente y los alumnos. Hoy, cien años después, el retroceso es evidente: con carreras a las que ingresa un número ilimitado de estudiantes, ¿a qué otra cosa que a una “clase discursiva” puede aspirar un profesor frente a un aula colmada por una multitud anónima? ¿Cuántos estudiantes salen motivados de esas clases?
Si se los mira en conjunto, más allá de las “microelecciones” locales de cada facultad, los comicios estudiantiles podrían leerse como un fuerte cuestionamiento a un sistema universitario que cerró sus puertas durante la pandemia, no mostró apuro ni creatividad para recuperar la presencialidad y aun hoy (sí, aun hoy) tiene facultades, como la de Medicina de La Plata, que siguen sin abrir sus aulas y solo dan clases por Zoom.
La pandemia reveló que la burocracia universitaria pone su propio sistema de poder y de intereses por encima de las demandas de los estudiantes, de la calidad académica y de la formación profesional. No le incomodó cerrar aulas, laboratorios, bibliotecas, museos y talleres durante dos años completos. Las facultades se convirtieron en “academias por Zoom”. El caso de Medicina de La Plata podría presentarse en un concurso mundial de irresponsabilidad. En la actualidad sigue sin clases presenciales en la mayoría de las cátedras; ha sumariado y empujado a irse a profesores que desafiaron esa restricción; forma a médicos sin ver ni auscultar a un paciente. Y entre gallos y medianoche, sus autoridades lograron la reelección en un juego de toma y daca. Es apenas una muestra de lo que pasa en muchas sedes académicas del país, convertidas en cotos de poder y, en varios casos, en unidades de negocios con opacas administraciones.
Muchos gobiernos universitarios se han convertido en feudos. Equiparar el rectorado de La Plata con el gobierno de Formosa no sería una arbitrariedad. Hicieron escuela con el sistema de alternarse en la presidencia y la vicepresidencia para perpetuarse en el poder.
Se subestimaría a los estudiantes si se creyera que no prestan atención a estas cosas, aun cuando algunas no los afecten en forma directa. Ven universidades que invitan como orador a Boudou y premian a Milagro Sala; ven decanos y rectores que se reeligen una y otra vez como barones del conurbano; ven facultades que corren con el “caballo del comisario” en licitaciones, auditorías, peritajes y concursos. Asisten a cátedras militantes; saben que hay autores vedados y notan que en muchas materias el pluralismo fue desplazado por el pensamiento único. Ven a autoridades indolentes ante el reclamo de prácticas, clases presenciales, y mayor número de cátedras y comisiones. El ingreso irrestricto se ha convertido en una trampa, pero los “barones universitarios” lo defienden como un principio. No importa que implique un sacrificio de la calidad, un pasaporte a la frustración y hasta un peligro para la sociedad: la bandera no se toca. Porque la bandera es la que asegura cargos, privilegios y permanencia en un sistema donde el eslogan ha reemplazado a los datos y a las ideas.
Vale la pena insistir con el caso escandaloso de Medicina de La Plata, la facultad de Favaloro, Palmaz y Mainetti. El establishment universitario acorraló allí a los profesores que habían logrado establecer un curso de admisión y hasta les torció el brazo con una reforma legislativa consentida con demagogia por el Congreso nacional. Así, esa facultad pasó, en menos de una década, de una matrícula de 5000 estudiantes a una de 33.000 en la actualidad. En las prácticas hospitalarias, pasó de tener una relación de entre 3 y 4 alumnos por docente a un promedio de más de 30 alumnos por docente (y por cama). Pero lo más grave: dejaron de ver pacientes (porque no pueden auscultar a un enfermo entre grupos tan numerosos), y hoy solo palpan un tórax sobre muñecos de silicona. ¿Qué dirían los fundadores de la Academia de Medicina, que acaba de celebrar sus 200 años? A la universidad no le importa. Parecen ver el pasado como una rémora, y el futuro como una dimensión ajena. ¿Y los pacientes que deban atenderse con los egresados por Zoom? Será problema de ellos. La bandera de la “gratuidad y la inclusión” no llega tan lejos. ¿Serán buenos médicos solo los que puedan pagarse una especialización y un posgrado? ¿Tendrán buena atención solo los que puedan acceder al costoso sistema de la medicina privada?
El problema universitario no se agota, por supuesto, en Medicina. La Argentina duplica, por ejemplo, la cantidad de arquitectos que tiene España (unos 92.700 contra 46.400 en ese país, que tiene una población similar a la nuestra y un PBI casi tres veces mayor). Pero no tenemos suficientes ingenieros en petróleo ni en aeronáutica. La oferta de licenciados informáticos no satisface la demanda, como tampoco la de ingenieros agrónomos. En las universidades, sin embargo, el debate sobre esas asimetrías es un tema tabú. Un Estado que se mete hasta en los balances de las pymes ni siquiera se plantea estimular determinadas carreras universitarias y desalentar otras. Mucho menos se discute el financiamiento: cualquier alternativa será fulminada por “cipaya” o “privatizadora”. Las dirigencias universitarias hablan un lenguaje que atrasa 50 años. El rechazo al debate y a la diversidad de ideas atraviesa la atmósfera en los claustros.
Es probable que algo de esto se haya colado en las urnas estudiantiles. Fue un voto con bronca, pero también con esperanza. Fue un voto reformista, un voto por el regreso a la institucionalidad y al debate. Es un mensaje que habrá que decodificar, más allá de las minucias aritméticas en las que suele enredarse la política. En las universidades tal vez empiecen a germinar una sana rebeldía y una voluntad de cambio. Si así fuera, sería un dato para celebrar.