A través de sus diez salas, la institución propone un recorrido por nuestra historia que, a veces, se entrelaza con vivencias personales
El Museo Histórico Cornelio Saavedra no podría estar más en el límite de la ciudad de Buenos Aires. Como si fuera un mojón, de esos que delimitan territorios, en él convergen dos jurisdicciones –la porteña y la bonaerense– y cuatro barrios: del lado porteño, Villa Urquiza y Villa Pueyrredón, y cruzando la avenida General Paz, que lo bordea, los barrios de Villa Martelli y Villa Maipú.
Su carácter de "histórico" tiene una doble connotación para mí. La vieja casona que lo alberga, su jardín y el parque que los contiene han formado parte de mi propia historia desde que era muy pequeña. Por eso, el aroma a eucalipto que emana de los árboles de lo que alguna vez fue "la chacra chica" de Luis María Saavedra, sobrino de don Cornelio, es un aroma familiar, de esos que, en un instante, nos llevan de paseo por nuestro pasado.
Me dirijo al interior del museo por segunda vez en mi vida. La primera fue hace mucho tiempo. Yo era más pequeña que Guadalupe, la menor de mis hijos, de siete años, que me acompaña en esta nueva recorrida. De la primera vez recuerdo lo más importante, que iba con mi padre, durante una de sus visitas de domingo, en ese breve lapso que transcurrió entre que él se separó de mi madre y que lo perdí para siempre. Después, algunas imágenes borrosas: figuras de maniquíes con ropa de época en salas silenciosas e iluminadas apenas por una tenue luz que llegaba desde afuera, y algunos juegos de la calesita de techo de paja que funcionaba a pocos metros del museo y que, tras varias décadas de abandono en las que sirvió, incluso, de hogar de gente sin techo, fue reacondicionada y reinaugurada diez años atrás.
El entorno del museo también tuvo sus vaivenes en todos estos años, pero hace tiempo luce revitalizado. La fuente de mármol de su jardín, una obra del siglo XIX llamada La caza del delfín reluce impecable, y los peces y patos del estanque, a los que alimentábamos con mis hijos mayores, ya no se ven.
Tras pagar 5 pesos en concepto de entrada ("solo abonan los mayores", me aclara el empleado), nos disponemos a hacer una visita guiada junto con Fernanda Vilar, una historiadora que trabaja en el museo desde hace doce años. Al momento en que se inicia la recorrida, mi hija y yo somos las únicas espectadoras. Abre el recorrido una exquisita colección de platería, distribuida en diferentes vitrinas, que fue propiedad de Ricardo Zemborain, el coleccionista que legó a la ciudad la mayor parte de todo el patrimonio del museo, hoy compuesto por algo más de 23.000 objetos, procedentes de diferentes donaciones. La colección Zemborain dio inicio a lo que fue el primer museo de la ciudad que, tras recorrer diferentes edificios, encontró sede definitiva aquí.
La sala en la que estamos se llama, justamente, Ricardo Zemborain, y hace foco en algunos de los objetos de plata legados por el coleccionista. En ella se pueden apreciar teteras, soperas, cucharones, candelabros y una extensa colección de mates. Entre ellos, se destaca un cofre plateado y labrado, bellísimo, que con mi hija suponemos un joyero pero que es, en realidad... una yerbera.
Lo que sigue es una gran sala que recrea dos ambientaciones de un salón porteño de la primera y segunda mitad del siglo XIX. Casi como el juego de las diferencias, es una invitación a descubrir cómo fueron evolucionando los usos y costumbres en materia de decoración y ambientación a medida que la importación de bienes europeos se convirtió en una práctica frecuente en la alta sociedad porteña. De todos los objetos allí expuestos, llaman la atención un arpa con pedales y un sillón reclinable de cuero negro, con un mecanismo que se adivina muy moderno para la época, y que habría pertenecido al mismísimo José de San Martín, durante los últimos años de su vida.
De allí pasamos a un espacio pequeño, cargado de retazos de momentos fundacionales de nuestra historia, ya sea porque fueron testigos mudos de esos eventos o porque pertenecieron a personajes igual de célebres: la llave del fuerte de Buenos Aires; un botón de la chaqueta que vestía el general Santiago Liniers al momento de ser fusilado; el tarjetero y la fosforera de Martín de Álzaga; una proclama original y manuscrita de la Semana de Mayo, o un escrito de puño y letra del mismísimo Juan de Garay en que vende un solar, por nombrar apenas algunos de ellos.
El recorrido continúa a través de una enorme sala que evoca el período gobernado por Juan Manuel de Rosas. Se destaca una enorme pintura sobre arpillera de 1840 que, en aquel entonces, se exhibió en la iglesia de San Miguel: allí se ve a Rosas derrotando serpientes con una lanza, y la leyenda "el exterminador de la anarquía". El valor que en aquel período se le otorgó a lo iconográfico queda evidenciado por la variedad de objetos exhibidos con la imagen de quien fuera, en palabras de Tulio Halperin Donghi, "el Restaurador de las Leyes": guantes, platos, jarrones, cobertores de cigarreras y hasta piedras, además de las clásicas cintas coloradas, llamadas divisas, que, por entonces, era obligatorio portar a fin de demostrar apoyo.
El salón comunica con otro más pequeño. El él, me detengo en el juego de sillones que se exhibe, no solo porque pertenecieron a Mariquita Sánchez de Thompson, sino también porque descubro que sus detalles de nácar recrean diferentes paisajes. Mi hija, en cambio, queda fascinada por los objetos que se exhiben en sus vitrinas: enormes peinetones, abanicos de plumas, uno con espejo –para mirar con disimulo a los muchachos, me cuenta Vilar–, y otro decorado con los colores patrios y la letra del Himno Nacional Argentino. Completan la exhibición valiosas piezas de joyería según los usos de la época, como es el caso de un brazalete confeccionado con cabello humano.
Casi no puedo detenerme en la sala que sigue, que exhibe las obras de la pintora Leonie Matthis, dedicadas a la construcción de la Plaza de Mayo, porque mi hija me tironea del brazo y me lleva al espacio siguiente. "¿Son estos los maniquíes, mamá?", me pregunta, señalando unas figuras vestidas con ropas masculinas y femeninas, en una sala que recrea algo de la indumentaria y de los elementos de la vida cotidiana de hombres y mujeres. Fuerzo al máximo la memoria. Me encantaría poder decirle que sí, revisitar de su mano ese territorio tan solitario que son los recuerdos, pero nada de lo que allí veo conecta con mi pasado…
La confirmación vendría unos minutos después, luego de atravesar las salas de numismática, de armas y, como cierre, una exhibición de elementos campestres, que fue donada por Carlos Keen. Según explican algunos empleados y la propia Vilar, la muestra permanente ha ido variando con el paso de las décadas. La actual hace especial hincapié en los objetos, a diferencia de criterios anteriores, en los que la vestimenta masculina y femenina había tenido mayor presencia entre el mobiliario y demás elementos.
Durante las dos horas que estuvimos paseando por el museo y sus exteriores, ingresaron apenas seis personas más. Se lo marco a mi guía, con preocupación, pero Vilar sostiene que el Saavedra dista mucho de ser un museo sin visitantes. "Durante el año escolar nos visitan muchos estudiantes", y agrega que la propuesta del lugar, dependiente del Ministerio de Cultura de la Ciudad, se completa con obras teatrales y actividades para niños durante las vacaciones.
En la página web de la institución se informa que "el Museo Saavedra intenta reflexionar sobre lo que muestran y ocultan sus colecciones, así como las posibles y distintas lecturas que ellas admiten". ¿Será que un museo es, a la vez, infinitos museos, uno por cada visitante? ¿Que las historias que cuentan sus objetos admiten ser enhebradas con las vivencias personales de cada uno de nosotros? De ser así, entonces, mi museo es un apacible viaje por la historia de nuestro país a través de sus salas, pero también es esta hermosa tarde junto a mi pequeña, los patos que ya no están, algunos maniquíes, y hasta el recuerdo de aquella niña que hace muchos años y sin saberlo, dio aquí uno de los últimos paseos de su vida en compañía de su padre.