Un techo a la ambición bonaerense
La presencia del jefe del Estado en La Plata para “inaugurar” un trabajo de mantenimiento y de rutina exhibe hasta qué punto se han encogido las aspiraciones y los proyectos del país
- 8 minutos de lectura'
Hace exactamente once días se cumplieron 140 años de la fundación de La Plata. Fue mucho más que el nacimiento de una ciudad. Fue el símbolo de un país que podía concretar grandes proyectos y que, aun con dificultades y claroscuros, era capaz de planificar su futuro con osadía y ambición.
En tiempo récord se levantó una urbe moderna en tierras baldías. Se convocó a grandes arquitectos, albañiles y artesanos. Pedro Benoit dibujó una ciudad vanguardista y la pensó con visión de futuro. La Plata vino a solucionar el problema político e institucional de la capitalidad (la provincia había perdido su “cabeza” para que Buenos Aires fuera la capital de la nación), pero también a ofrecer un modelo urbanístico innovador y progresista. Fue, con una plaza cada seis cuadras, una ciudad ecológica antes de que existiera la ecología; fue un faro académico y cultural, con un diseño cartesiano y una pujanza arrolladora. Fue, por mencionar un solo indicador, la primera ciudad de América Latina que tuvo luz eléctrica y tranvía.
Esta semana, el presidente de la Nación llegó a esa misma ciudad a “inaugurar” la reparación del techo de la estación ferroviaria. El acto también es un símbolo, pero en este caso de nuestra propia decadencia. Ese país que era capaz de construir una ciudad con la vista puesta en su tiempo, pero a la vez en el tiempo de sus tataranietos, se ha convertido en un país que “celebra” la mera reparación de un techo. Es, en proporción, como si una familia hiciera una fiesta por el arreglo de una gotera en el garaje de su casa.
Por supuesto que son obras indispensables, que deberían hacerse con mayor celeridad y eficacia, pero también con menor estridencia, sin bombos ni festejos. La presencia del jefe del Estado para “inaugurar” un trabajo de mantenimiento y de rutina exhibe hasta qué punto se han encogido los sueños y los proyectos del país. Les pone un “techo” a las ambiciones de la provincia y de una capital que fue, precisamente, un modelo de grandeza y de potencia. Pero devalúa además la figura presidencial y todo lo que ella simboliza.
Los actos y las visitas de un presidente deberían expresar un rumbo y un mensaje. No son meras ceremonias protocolares, sino gestos que marcan prioridades, acentos, objetivos y reconocimientos. Si se lo evalúa desde esa perspectiva, el acto de este lunes en La Plata muestra las módicas aspiraciones de un gobierno que cada vez se conforma con menos y que es incapaz de levantar la mirada más allá del día a día. Esconde una modestia mal entendida, más emparentada con la impotencia y la resignación que con la sencillez de lo cotidiano y lo pequeño. Involucra al primer mandatario en la minucia de la gestión y contribuye así a un menoscabo de la investidura presidencial, con el peligro que eso representa en un contexto de angustia y desasosiego social en el que germinan los discursos antisistema.
Cuando ampliamos la mirada para ver lo que rodea a esa estación ferroviaria que ahora luce su techo renovado, podemos ver los contornos de una crisis que excede los límites de una ciudad. Si La Plata fue, en aquella Argentina de la generación del 80, un símbolo de desarrollo y de pujanza, hoy también es un buen reflejo de la pauperización del país. Se ha convertido en una capital empobrecida y degradada, dominada por la anomia, institucionalmente desjerarquizada y urbanísticamente descuidada.
El entusiasmo presidencial por una simple reparación se conjuga con esa degradación general y le pone, de alguna manera, un sello oficial al conformismo. Una ciudad que no puede preservar su patrimonio y que ha consentido que el espacio público se convierta en un territorio anárquico, colonizado por patotas y usurpado con audacia, es el símbolo de un país que ha extraviado el apego a la norma y de gobiernos que actúan sin sentido de la responsabilidad ni del deber.
Tal vez en aquella ciudad concebida por Dardo Rocha (durante la presidencia de Roca) y diseñada por Benoit, hoy encontremos una muestra condensada del retroceso argentino. Vemos en sus calles un Estado cada vez más grande (Kicillof terminará su mandato con casi 50.000 nuevos empleados públicos), pero a la vez más impotente. La inseguridad es un flagelo que le ha amputado la mínima noción de tranquilidad a esa ciudad, como a todas las del conurbano y el interior bonaerense. Aquellos parques y plazas que fueron “pulmones verdes” pero también espacios de integración y articulación social hoy están ocupados por ferias y parrillas clandestinas y gimnasios ambulantes. El arbolado, las fachadas y los monumentos están sometidos a un vandalismo urbano que se practica con rampante impunidad. Las picadas nocturnas se adueñan del espacio público, arrebatándoles a los vecinos hasta la posibilidad del silencio y el descanso. Muchos comerciantes –ante la ley del más fuerte y la competencia desleal– se sienten tácitamente autorizados a ocupar veredas, ramblas o la propia calle con mesas, mercaderías y (curiosamente) “techos” que no son inaugurados, pero sí consentidos por el Estado. En la periferia se extienden las tomas de tierras en un negocio que combina mafias y clientelismo. Todo se parece a una “ciudad tomada” frente a la indiferencia, ¿o la complicidad?, provincial y municipal.
La Plata vio desplomarse el prestigio de su universidad y de sus instituciones. Su rol de capitalidad está cada vez más desdibujado, y la calidad de su estructura administrativa se conjuga en pasado. Muchos lo viven con dolor, otros con resignación y nostalgia. Cierto acostumbramiento ha llevado a naturalizar esa atmósfera de achicamiento y degradación en la que se terminan “celebrando” las tareas de mantenimiento.
El acto del lunes en la estación de trenes no solo representa esta visión en miniatura de un gobierno sin ambiciones ni proyectos, sino también la telaraña de dogmas, sectarismos y prejuicios que agravan y profundizan los problemas. El Presidente hizo un acto donde no estuvo el intendente, de signo político contrario, en otra muestra de ese juego de exclusiones y antagonismos en el que se regodea constantemente el poder. “Ellos lo desmantelaron; nosotros lo recuperamos”, dijo el Presidente sobre el techo de la estación: otra vez “nosotros” contra “ellos”, para exacerbar la polarización y las tensiones. En el medio, el rigor y la verdad importan casi tan poco como las normas. En el gobierno anterior –es obvio– el techo no se había “desmantelado” con el maligno propósito de que los pasajeros se mojaran en los días de lluvia; se había “desmontado”, como primer paso para iniciar, precisamente, la reparación integral.
La idea de “políticas de Estado”, aunque sea en cuestiones tan básicas y menores como las del mantenimiento y la renovación de la infraestructura pública, es algo que se boicotea una y otra vez desde la cima del poder.
Pero el Presidente se permitió otras ocurrencias tan arbitrarias como reveladoras. “Nosotros creemos que esto (la reparación del techo) lo tiene que hacer el Estado; otros creían que lo tenían que hacer las productoras de Hollywood”, ironizó. Había que ser memorioso para entenderlo: aludió al rodaje, en esa misma estación, de la película Siete años en el Tíbet, que protagonizó Brad Pitt. Aquel uso como locación cinematográfica se autorizó a cambio de una restauración integral de la estación, financiada por la productora. Cuestionarlo (como si las cosas fueran virtuosas cuando las hace el Estado y sospechosas cuando las hace un privado) es parte de la confusión y del problema. Ojalá La Plata se hubiera potenciado como locación internacional, explotando una fuente de ingresos que es significativa en muchas capitales del mundo. Pero habría que recordar, en todo caso, que eso ocurrió en 1997, y que Alberto Fernández integraba el gobierno de aquel entonces. El archivo no registra cuestionamientos suyos a aquella “restauración hollywoodense”. En realidad, no registra cuestionamientos suyos.
Pero al repasar el archivo encontramos que en la década del sesenta el tren La Plata-Constitución tardaba 45 minutos. Hoy, si no hay ningún contratiempo, demora 1 hora 15. De tanto mirar al techo, nos olvidamos del progreso.
Todos los días, Julio Argentino Roca llega a esa estación (ahora bajo el nombre del servicio ferroviario) y se encuentra con Dardo Rocha (cuyo busto está ubicado en el hall central, al lado de las boleterías). ¿Qué les dirían a Fernández y a Kicillof? Con la ironía filosa que le atribuye Félix Luna, tal vez Roca les aconsejaría: “El techo está bien, pero proyecten el tren bala”.
“A veces me olvido de que soy presidente”, ha confesado Fernández. “Nadie nos va a venir a decir lo que tenemos que hacer”, se ha envalentonado Kicillof. Dentro de cien años, ¿el trayecto La Plata–Constitución se cubrirá en tres horas y media o habremos cumplido “el milagro” de un servicio rápido en 25 minutos? Dependerá, seguramente, de los sueños que tengamos hoy. Y de que la ciudadanía se resista a que le pongan un techo a su ambición.