Un sorpresivo letargo adolescente
Resulta sorprendente que los estudiantes no hayan reaccionado frente al cierre de los colegios, que provocó un descenso en la calidad de la enseñanza y pérdida de aprendizajes durante un año y medio
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Desde hace meses venimos hablando del estado -afectivo, social, educativo y psicológico- en que se encuentran las y los adolescentes debido a la pandemia, y en particular por la imposibilidad que tuvieron de asistir a la escuela; la inmensa mayoría de ellos, debido a que no se habilitaron las clases presenciales por largos períodos de tiempo. Es más, una parte muy importante de este sector todavía no pudo regresar a las instituciones educativas porque tanto las universidades como los institutos de educación superior continúan trabajando de forma remota.
Un elemento central consecuencia de estas restricciones en el ámbito educativo es la deserción. El ministro de Educación nacional, quien a lo largo de este año y medio ha oscilado entre posturas antagónicas y contradictorias (no a la presencialidad - sí a la presenciliadad cuidada o administrada) admitió el 15 de junio pasado que un millón de niños y jóvenes han abandonado la escuela durante el año 2020. Esa es una estimación que debería escandalizarnos y probablemente esté bastante por debajo de lo que ha ocurrido, ya que no hay datos oficiales desde 2019. En ese sentido debemos reclamar de forma unánime conocer las cifras reales de este flagelo, no solo producto del ciclo lectivo pasado, sino del presente, pues sin ellas será imposible diseñar políticas públicas que impacten sobre las escuelas y sus comunidades.
Al consultar la información sistematizada por el Observatorio Argentinos por la Educación, podemos comprobar que la tasa de abandono interanual para los estudiantes de nivel secundario ya era muy dispar en el año 2018. Si consideramos el índice para los jóvenes pertenecientes a los hogares del sector más rico nos encontramos que no alcanza el 1%, mientras que el mismo indicador para los jóvenes pertenecientes a los hogares del sector más pobre supera el 5%. No es arriesgado asumir que esa brecha haya aumentado significativamente en estos tres años y sobre todo por efecto de la falta de presencialidad.
Otros guarismos mostraban la existencia de esta desigualdad educativa. Por ejemplo, la tasa de repitencia para el nivel secundario en el año 2017 variaba en 10 puntos porcentuales cuando se consideraban los estudiantes provenientes de los hogares del sector más acomodado y los más vulnerables. Algo similar sucedía con la tasa de promoción en 2018 (73% versus 86% a favor del sector más alto) y más notoria era la diferencia cuando se tomaba en cuenta la tasa de sobreedad (año 2018) que rondaba el 15% para los jóvenes pertenecientes a las familias del tercil más alto y trepaba al 45% para el tercil más bajo.
En Argentina, las y los estudiantes de los niveles secundario y superior tienen una larga historia de movilizaciones vinculada con luchas propias del sector. Resulta sorprendente que en esta oportunidad no hayan tenido poder de reacción frente al cierre de las instituciones, no solo por el elocuente descenso de la calidad de la enseñanza y la significativa pérdida de aprendizajes durante este año y medio, sino porque las asimetrías sociales que la educación puede subsanar en este caso se vieron agravadas. No se logra comprender cómo los representantes estudiantiles (y los docentes también) no se manifestaron y salieron a defender un derecho primordial como el de la educación. Tampoco se entiende cómo amplios sectores de la educación -antes tan dinámicos- han permanecido adormecidos ante la suspensión de las elecciones de centros de estudiantes y órganos de cogobierno. Como se puede comprobar, cada una de las consecuencias de esta interrupción educativa está afectando poderosamente la construcción de ciudadanía y por ende el fortalecimiento de la mismísima democracia. Cómo recuperarán el rol histórico que han tenido en un futuro inmediato es una gran incógnita.
Sin embargo, un nuevo interlocutor ha surgido. Sí, una parte de la comunidad educativa que rara vez era consultada y que hasta ahora no podía expresarse colectivamente emerge con una fuerza vigorosa para demandar y salvaguardar los legítimos derechos de sus hijas e hijos, vulnerados más que ningún otro durante esta etapa. Madres y padres, pero sobre todo las primeras han sabido construir canales de comunicación a través de los grupos de whatsapp y las redes sociales para hacerse escuchar y una buen aparte de la política ha sucumbido a sus demandas.
Mientras tanto, estudiantes, docentes y autoridades ven con impavidez como son estos grupos quienes logran un nuevo lugar que la sociedad no les tuvo reservado, al menos desde el restablecimiento de la democracia en el año 1983.
Resultará muy interesante y probablemente uno de los elementos más significativos e innovadores, la participación activa de madres y padres, ya no solo en las cooperadoras escolares o en los consejos de convivencia, sino como agentes presentes en la toma de decisiones. Se advierte que se acercan tiempos en los que las vetustas dinámicas escolares se resquebrajen; se avizoran profundos cambios en los que la vieja tradición por la cual los docentes cerrábamos la puerta del aula para dar clases no va más.
Educador; exrector del Colegio Nacional de Buenos Aires; director de la Escuela de Formación en Ciencias