Un solo ataque, tres grandes heridas
Lula asumió su histórica y desafiante tercera presidencia en un contexto convulsionado, con detenciones por acciones terroristas, manifestaciones de preocupación por posibles atentados a la vida de ambos presidentes (el saliente y el entrante), la prohibición temporal –ordenada por el Tribunal Supremo Federal– de usar armas en el distrito federal, una sociedad radicalizada y la posibilidad de decretar el “estado de defensa” para garantizar la paz social, medida que la Constitución brasileña avala en circunstancias especiales y por el plazo limitado de 30 días, lo que finalmente no ocurrió.
Los campamentos de fanáticos bolsonaristas –asentados en diversos lugares de Brasilia y el interior del país– pidiendo una intervención militar fueron suficiente señal de alerta para que se desplegara uno de los operativos de seguridad de mayor envergadura que se recuerden, permitiendo que la asunción aconteciera en un clima de cierto sosiego.
Sin embargo, las intenciones, los argumentos y las acciones –latentes– de los insurgentes jamás desaparecieron. Cuesta creer que los sucesos, cuyas imágenes recorrieron el mundo, de un grupo de fanáticos de extrema derecha irrumpiendo y destruyendo los símbolos edilicios de los tres poderes de la República Federativa de Brasil no pudieron haberse evitado.
Hubo ausencia del Estado y evidentes fallas de inteligencia, prevención y despliegue de las fuerzas de seguridad nacionales, más allá de la posible complicidad de las autoridades del estado de Brasilia, que son exfuncionarios bolsonaristas. Los ataques del 8 de enero en la capital brasileña quedarán como una herida muy lacerante para la democracia del país vecino.
Las estocadas de esos golpes institucionales aparecen, además, dañando al presidente brasileño en su doble estándar de víctima de la agresión, por un lado, y responsable por no haber tenido la capacidad de previsión de la crisis, por el otro. A diferencia de lo sucedido en la toma del Capitolio, en Washington, con la salida de Donald Trump días antes de la asunción del presidente Joe Biden, el presidente Lula da Silva llevaba una semana de ejercicio pleno del poder.
Quizás, tal grado de descoordinación pueda explicarse por el diseño de un gabinete de 37 ministerios, cuya superestructura se fundaría en la necesidad del reparto de espacios de poder a la alianza electoral que lo llevó a lograr su nuevo mandato. Esa conformación ya constituye todo un desafío, al crear entornos de poder y “cajas” que serán manejadas por personalidades muy disímiles y que podrían incluso no responderle al presidente con verticalidad. Un gabinete tan heterogéneo –y su consecuente creación y expansión de ministerios y burocracia– podría ser el talón de Aquiles de su gobierno.
Los insurrectos, asimismo, dejaron expuesto y golpeado al expresidente Jair Bolsonaro, quien, fiel a su estilo, cerró su mandato con fuertes señales de confrontación y polarización, no reconociendo la derrota ni transfiriendo los atributos de poder, y alentando en silencio las reacciones contra su sucesor. Las repercusiones internas y externas de los ataques a la república podrían desalojar a Bolsonaro de su rol de líder de la oposición y generar su segregación dentro del Partido Liberal y la derecha brasileña.
En un solo ataque a las instituciones brasileñas los facciosos asestaron tres grandes heridas. Al corazón de la democracia brasileña, a la gobernabilidad de Lula y al liderazgo opositor de Bolsonaro.
Demasiado rédito para un grupo minúsculo que, sin cabecillas visibles, siembra la violencia y desafía los valores democráticos.
Director del Observatorio de Calidad Institucional de la Universidad Austral