Un rincón casi secreto para recordar la tragedia de los Andes
En Montevideo, cerca del puerto, un museo recuerda el accidente aéreo de 1972; su fundador y director asegura que la epopeya de los sobrevivientes del vuelo 571 forma parte de la identidad nacional uruguaya
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Bajando por una de las callecitas de la Ciudad Vieja, no lejos del puerto de Montevideo, una pequeña fachada casi mimetizada con las adyacentes –de no ser por un pequeño cartel azul– indica al ocasional transeúnte que está ante un lugar que recuerda una odisea que conmovió al mundo, y que sin duda forma parte de la historia reciente del Uruguay: el accidente aéreo en la cordillera de los Andes de 1972, del cual se cumple este año medio siglo.
“Creo que el tema forma parte de la identidad nacional”, señala el director del Museo Andes 1972, Jörg Thomsen, uruguayo de ascendencia alemana, al explicar una de las razones –que son varias– que lo impulsaron a crear ese espacio, cuyo objetivo es honrar la memoria de los 45 ocupantes del vuelo 571 que llevaba a los jugadores del equipo de rugby de Old Christians a Chile para disputar un partido amistoso, junto con familiares y amigos. Especialmente para los 29 que murieron, pero dedicado al mismo tiempo a los 16 sobrevivientes que salieron adelante en las condiciones más adversas imaginables sin más herramientas que la solidaridad, el compañerismo, la amistad, la creatividad y la resiliencia, atravesando situaciones extremas a las que muy pocos seres humanos se han enfrentado. Una amalgama que les permitió finalmente dejar atrás 72 días de infierno helado para regresar al mundo de los vivos. De allí la necesidad de crear un lugar “que mantuviera viva en la memoria de la población en general esta historia inspiradora y única en el mundo”.
En el museo, de tres niveles, se muestran objetos originales recuperados del lugar del accidente del Fairchild FH-227D, resultado de una minuciosa tarea de búsqueda e investigación, y con aportes de familiares de las víctimas; fotografías inéditas, textos y dibujos explicativos, documentos, vestimentas, pertenencias personales y objetos creados o adaptados por los pasajeros para poder sobrevivir en un entorno hostil como pocos y partes del avión siniestrado. Es decir –aclara su director–, todo lo que se pudo rescatar de la montaña luego del incendio del fuselaje en enero de 1973. Ese año, 13 personas, entre ellas un representante de la Fuerza Aérea Uruguaya (FAU) fueron al lugar del accidente para dar sepultura a los restos de los fallecidos y –según se informó en aquel momento– evitar también que alguien pudiera llegar hasta allí para tomar fotos y que la prensa sensacionalista sacara provecho de las imágenes.
“El fuselaje fue luego rociado de combustible e incendiado, principalmente por razones de higiene y para poner una especie de punto final”, apunta Thomsen.
Los restos humanos hallados en 1973 fueron ubicados en una tumba común, con un altar hecho con piedras y una placa con la leyenda El mundo a sus hermanos uruguayos. Cerca, Oh Dios de ti.
“La tumba –explica Thomsen–queda sobre la morrena del glaciar Las lágrimas y está a unos 800 metros del lugar donde se encontraba el fuselaje en aquel entonces. Un dato curioso es que aun en épocas de nevadas intensas, no es cubierta por la nieve. Yo lo atribuyo a la existencia de esas dos cruces pequeñas, de planchuela de hierro, que combinadas con el efecto Bernoulli [fenómeno propio de la dinámica de fluidos, N. de la R.] dan lugar a ese espectáculo. A escasos metros del sepulcro la nieve se acumula de forma importante, de unos 80 a 120 centímetros”.
Thomsen visitó el lugar del accidente (el Valle de las Lágrimas) en 2010, expedición que precipitó la necesidad de crear el museo. Pero el germen de la idea se generó mucho antes, y gira en torno a lo que él define como una “omisión de asistencia por parte nuestra”. Y explica: “en aquel entonces (1972) yo tenía 16 años, edad en la que uno ya ‘es alguien’. Sin embargo, nadie, a excepción de los allegados a los pasajeros del avión, hizo algo. Nadie hizo colectas para obtener fondos, nadie se ofreció de voluntario, nadie organizó una marcha, ni quemó neumáticos”.
Pero ese no fue el único detonante. Otro hecho que influyó en la determinación de crear el museo fue la tragedia del submarino ruso Kursk, que explotó en agosto de 2000 en el mar de Barents. Cuando se reflotó el sumergible se descubrió que varios de sus tripulantes habían sobrevivido al estallido y fallecido siete días después por anoxia (falta de oxígeno en un tejido), lo que generó la repulsa mundial con el gobierno de Putin, quien había rechazado la ayuda que le habían ofrecido autoridades noruegas y británicas para intentar un rescate. “Me quedó claro que en el fondo hicimos algo parecido a Putin. Obviamente en el caso del Fairchild las estadísticas estaban en contra de la posibilidad de que hubiera sobrevivientes, no obstante... Australia, por ejemplo, buscó durante 1096 días el avión de Malaysia Airlines desaparecido en 2014, invirtiendo unos 150 millones de dólares en la búsqueda”.
En forma figurativa, se puede afirmar que no solo se reparó el edificio: el museo posee como logro adicional que su misión ha sido reconocida tanto por los sobrevivientes como por familiares de aquellos que no pudieron regresar de la montaña, luego de algunos años de resquemores, porque esa era una de las intenciones originales.
Al rescate
La creación del museo –que contó con la colaboración, en su parte inicial, de Andrea C. Prada–no estuvo exenta de obstáculos. El primer intento fue la exposición Uruguayos tenían que ser, en la galería El Tajamar de Carrasco, el 22 y 23 de septiembre de 2012, pero fue visitada por muy poca gente. Luego Thomsen hizo tres más, todas en 2013: en el Hotel Conrad de Punta del Este, en enero; en el complejo Solanas, en febrero, y en el Laboratorio Tecnológico Uruguayo (LATU), en mayo, todas con poco éxito. Fue entonces cuando el apoyo de su tío Harald Gorke, al ofrecerle un lugar que fuera sede permanente probó ser fundamental porque le permitió disponer, además de un contrato de alquiler beneficioso, de un edificio de propiedad familiar (por siete generaciones), construido en la segunda mitad del siglo XIX, que había tenido distintos usos comerciales, el último de ellos un restaurante que cerró sus puertas en 2008. El estado del inmueble era por ese entonces bastante precario, sin agua ni electricidad, lo que hizo necesario un exhaustivo trabajo de limpieza y reparación para hacer posible la inauguración, el 11 de octubre de 2013. En forma figurativa, se puede afirmar que no solo se reparó el edificio: el museo posee como logro adicional que su misión ha sido reconocida tanto por los sobrevivientes como por familiares de aquellos que no pudieron regresar de la montaña, luego de algunos años de resquemores, porque esa era una de las intenciones originales. A pesar del impacto mediático por la inauguración, por lo general suele ser escasa la cantidad de visitantes del museo, que es privado y sostenido económicamente por la compañía de su director (experto en aislaciones térmicas y acústicas), Isotécnica.
Son muchos los objetos rescatados de la montaña exhibidos en el museo, cada uno con una historia particular y que Thomsen, como un guía experto en el tema, no duda en contar al ocasional visitante. Entre ellos, la antena del Fairchild, recuperada por el padre de Gustavo Nicolich durante su excursión al lugar del accidente en 1973 (los sobrevivientes la llevaron a la cola del avión, donde se encontraban las baterías de la aeronave, para tratar de enviar un pedido de ayuda); la “máquina de hacer agua”, una lámina de aluminio (parte del respaldo de un asiento) en cuyo extremo se colocaba una botella para derretir nieve; los improvisados anteojos bautizados “Ray Ban cordillera”, hechos con materiales de la cabina del avión, como PVC y plexiglás; una libreta que pertenecía a Susana Parrado, donde su hermano Fernando anotó los nombres y direcciones de todos los compañeros de odisea; el forro de la butaca de un avión usado por Adolfo Strauch durante toda su permanencia en la montaña, como abrigo; manoplas y gorro hechos con el tejido del forro de un asiento; una cortina del avión que también servía para protegerse del frío; el aislante térmico que cubría tanto el equipo como el ducto central del aire acondicionado del avión, descubierto debajo del piso de la cola (con costuras realizadas con alambre de cobre obtenidas de la instalación eléctrica del Fairchild, los sobrevivientes hicieron un gran saco de dormir, logro fundamental porque hizo posible la expedición final que realizaron Fernando Parrado y Roberto Canessa).
También se pueden ver partes de un Fairchild FH227 idéntico al que protagonizó el accidente: un fragmento del fuselaje, un tren de aterrizaje, un spinner (pieza que va ubicada en el centro de las aspas de una hélice), una puerta trasera izquierda (que también oficiaba de escalera para el ascenso y descenso de los pasajeros). Y en una de las paredes del museo, la carta a su familia de uno de los ocupantes del avión, Gustavo Nicolich, fallecido en la avalancha de nieve ocurrida 16 días después del accidente, y que se llevó la vida de ocho sobrevivientes más, en la que se hace alusión (la única en el lugar) a la decisión de alimentarse de otros cuerpos. También hay un sector cultural dedicado a Sergio Catalán, el arriero chileno fallecido en 2020 que recibió el mensaje de Parrado con el pedido de ayuda que hizo posible el rescate final.
“Cada tanto cambiamos algunos objetos de la muestra por otros, para hacerla más atractiva para la gente y, por qué no, para nosotros también”, amplía Thomsen, quien ha hablado más de una vez con los 16 sobrevivientes. “Todos ellos coinciden en que la peor experiencia de todas fue la avalancha”.
Lo que se exhibe en el museo genera, naturalmente, distintas reacciones, tanto para quienes conocen a fondo la historia como para los que se acercan solo por curiosidad. “Muchos visitantes se conmueven, incluso hasta las lágrimas, porque arrastran sus propias tragedias personales, pérdidas de hijos, accidentes, y el lugar los moviliza”, apunta Thomsen.
Y no son pocos los que consideran que en la calle Rincón al 600 de la Ciudad Vieja de Montevideo hay, más que un museo, un “lugar de sanación” que ayuda a cicatrizar viejas heridas del pasado.