Un riesgo que vale la pena asumir
“…Lo único que te saca del núcleo duro de la pobreza es la educación. Independientemente de las condiciones y el contexto te hace protagonista de tu vida y de tu historia…” repite Jorge García Cuerva cuando alguna de sus intervenciones públicas roza el tema. Le educación hace realidad el bello concepto de libertad, dotándolo de sentido, corporizándolo y vitalizándolo en personas reales, no en meras abstracciones.
Libre es aquel que tiene “poder” sobre sí mismo, el que domina sus pasiones, el que ejerce el gobierno de sí mismo, quizá el más difícil de todos. También lo es quien puede elegir el camino a seguir entre opciones, consciente de sus limitaciones y de su compromiso con el contexto.
Dos caras, necesariamente unidas, de un derecho fundamental que solo cobra vida en la propia acción humana. Robert Frost expresa como pocos la posibilidad de ejercer una libertad consciente en su poema “El camino no elegido”: “Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, /Yo tomé el menos transitado, /Y eso hizo toda la diferencia”, escribe el norteamericano.
“La educación es un laboratorio que forja esperanza, lo mejor está por venir… y sus artífices son los docentes”, apunta y, como en la mayoría de sus intervenciones, cita al Papa, que propone desde hace tiempo “enseñar a pensar y a razonar de manera integradora”, incorporando al intelecto los afectos y la acción. Es decir, “cabeza, corazón y manos”.
En eso coincide con Luigi Giussani, quien reflexiona que educar es una relación entre sujetos que buscan juntos el sentido de su vida. Por tanto, es un riesgo, dado que no existen ni recetas, ni garantías precisas para ello “sino que supone un desafío constante a la razón, a la voluntad y al corazón del educando y el educador”, explicaba el sacerdote oriundo de Milán.
Porque la educación es, fundamentalmente, un encuentro en donde el vínculo afectivo es crucial para que la conversación con la tradición, la crítica, el desafío a la autoridad y el diálogo con las distintas culturas sea posible. Sin él, toda transmisión de contenido pierde sustancia, se deshumaniza.
Desestimar esta dimensión, reduciendo el proceso de enseñanza-aprendizaje solo a meros índices cuantitativos es asumir el riesgo de la incomprensión de un fenómeno complejo como el de educar. Lo “humano” impacta decididamente en los resultados. Por ese motivo, los buenos climas institucionales son cruciales. Ellos condicionan positivamente, empujan a aprender, crean contexto. Construyen un continente que, bien aprovechado, no solo mejora resultados de aprendizaje medibles, sino que anima a la persona a superarse junto a otros.
En educación ocurre lo mismo que en otras actividades y sectores: no es necesario revolucionar todo o buscar inventar siempre algo nuevo. Es preciso focalizar en lo esencial. Pequeños incentivos: reconocimiento al trabajo, estímulo constante desde los directivos a desarrollar proyectos e innovar metodológicamente, un ambiente cordial, retroalimentación y una gestión ordenada que facilite los trámites académicos y administrativos en las escuelas, son elementos que predisponen y van construyendo de manera consistente ambientes escolares estimulantes.
“Me gusta ir”, “allí los directivos se ocupan y están atentos a lo que te pasa” o “te facilitan todo”, son frases que se escuchan en instituciones donde el clima es amable y derrama hacia las aulas y pasillos. Y esto no requiere presupuesto extra o monetización alguna, solo la conciencia plena de que educar es un asunto humano. Un riesgo que vale la pena asumir para construir sociedades en donde el bien común sea el camino y destino a perseguir.