Una revolución que incomoda
Es probable que en momentos de expansión, cuando un movimiento de ruptura cobra fuerza y se potencia, se registren desbordes. Es probable que cuando una campaña que denuncia abusos de poder -naturalizados desde tiempo inmemorial por hombres y mujeres- se viraliza y se amplifica, muchas personas se sientan incomodadas o teman en ese avance social algo fuera de cauce. Y que desde ese temor les sea más fácil denunciar los errores y regocijarse con los tropiezos que valorar los logros.
Algo de eso se percibe no solo en el documento firmado por intelectuales y actrices francesas contra #MeToo, sino también en la indisimulable simpatía con la que fue difundido. Como si esas críticas llegaran para restablecer un orden perdido o poner en su lugar un supuesto desenfreno femenino. Vamos chicas, no exageren, parecen decir.
Pienso en la carta que la mexicana Salma Hayek publicó en The New York Times en diciembre ("Harvey Weinstein, mi monstruo") y me dan ganas de abrazarla. La honestidad de su confesión, la delicadeza de esa revisión en la que también se cuestiona a sí misma, merecía un análisis menos frívolo y más empático. Pero las víctimas siempre incomodan. Y no porque "se pongan en el lugar de víctimas", sino porque su denuncia nos obliga a pronunciarnos.
En los últimos días, se habló mucho de la tensión entre el puritanismo de la cultura estadounidense, tan afecto a las parábolas de pecado y expiación, y la posición más radical y libertaria de las francesas. En el documento firmado, entre otras, por Catherine Deneuve, muchos percibieron una preocupación de fondo: que el clima de denuncias consolide una ola conservadora que afecte otra gran conquista de las mujeres, la de la libertad sexual.
Claro que no es lo mismo el recorrido criminal de Harvey Weinstein (violaciones incluidas) que los comentarios groseros de Dustin Hoffman o las insinuaciones de Kevin Spacey. Las denuncias, además, saltaron del cine a la academia y de allí al mundo del deporte, y seguramente no llegaron a su fin. Por eso llama la atención que el documento francés ponga el foco en el costado más inofensivo, en lo que llama estrategias torpes de seducción, mientras se olvida del dato esencial: el desequilibrio de poder y el hecho de que la cultura del abuso, según señalaron muchas investigaciones, golpea más fuerte en sectores de menores recursos, sin glamour ni cámaras y con menos acceso a la Justicia.
Si campañas como mi #MeToo o #NiUnaMenos dieran señales de volverse una caza de brujas, sería bueno dar la voz de alerta. Margaret Atwood lo hizo en el artículo "¿Soy una mala feminista?", que publicó hace días The Globe and Mail, de Toronto. La escritora canadiense, referente del feminismo, se defendía así de quienes la habían cuestionado por pedir que un profesor acusado de abuso sexual no fuera declarado culpable ante la mera denuncia, sino que se esperara el fin de la investigación que la universidad había puesto en marcha. Su reflexión crítica, su llamado a no malograr la lucha con excesos, está muy lejos del documento francés que parece querer negarle legitimidad al movimiento en lugar de hacerle críticas para ayudarlo a mejorar. "Una guerra entre mujeres es siempre agradable para los que no desean el bien para las mujeres. Este es un momento muy importante. Espero que no lo desaprovechemos", escribió.
Entre los avances que el movimiento produjo en los últimos tiempos seguramente habrá exabruptos, desbordes. Incluso líneas internas, radicalizaciones y fracturas, puntos de coincidencia -la lucha contra la violencia machista, el reclamo por la igualdad de género- y otros irreconciliables, por ejemplo, la legalización del aborto. Lo que a veces resulta sorprendente es que esas tensiones alegren a alguien. La vitalidad de un movimiento también puede medirse por el balance de acuerdos y conflictos que es capaz de contener en su seno sin romperse.