Un retrato del autoritarismo feudal en la Argentina
A veces la demagogia se deja fotografiar, como ocurrió la semana pasada con el caudillismo riojano; la imagen desnuda una cultura política que reniega del concepto de ciudadanía
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A veces, el populismo y la demagogia se dejan fotografiar. Es lo que ocurrió la semana pasada en La Rioja, donde un equipo periodístico de LA NACION logró captar, en una imagen, la esencia misma de un fenómeno político y cultural como el del caudillismo feudal.
La foto del reportero Sebastián Salguero, publicada en la tapa de este diario el último domingo, muestra el momento en el que el gobernador Ricardo Quintela, a quien llaman “el Gitano”, se asoma desde su auto para darles dinero en efectivo a vecinos que le piden “unos pesos”. Quintela suelta la mano y reparte dos mil acá, dos mil allá. Lleva un fajo de billetes destinado a esa piñata. La escena se repetirá varias veces a lo largo de un recorrido por barrios humildes de la capital riojana.
Puede parecer una acción menor, quizá burda y hasta bizarra, pero desnuda una cultura política que reniega del concepto de ciudadanía y que concibe al poder como un ejercicio de paternalismo tosco, alejado de cualquier sofisticación. No es un caso aislado. Representa, con brutalidad, una concepción que con mecanismos más o menos disimulados, y a mayor o menor escala, está enquistada en muchas provincias, pero también en municipios del conurbano bonaerense y en el Estado nacional. Vale recordar, sin ir más lejos, el “plan platita” con el que el kirchnerismo intentó, en 2021, mejorar sus chances electorales.
La foto refleja una situación que es, a la vez, provocadora y obscena: muestra la mano del amo, que da, y la del “subordinado”, que pide. No se sabe si el dinero es del funcionario o del erario. La confusión entre el cacique y el Estado es parte esencial de esa cultura. La asimetría, también. El “señor” sonríe y entrega la dádiva desde su auto, desde su burbuja de confort. La actitud condescendiente se refleja en el lenguaje de la política: los dirigentes “bajan” a los barrios o a los municipios, no los recorren, mucho menos los habitan.
La política del clientelismo y de la dádiva parte de la idea de que el Estado “te da” cosas a cambio de fidelidad y obediencia. El poder actúa con sentido de apropiación, como si los recursos fueran del gobernante y no de la sociedad. Subyace una profunda subestimación del ciudadano, al que el gobernante no le reconoce esa condición básica de la democracia. Las cosas no se ganan, se conceden. Esa entrega es, como revela la foto, arbitraria y discrecional: ¿por qué dos mil, y no el doble o la mitad? ¿Por qué acá y no más allá? ¿Por qué hoy y no mañana? Porque no rige una regla, sino la voluntad y el imperio del amo. Como te lo doy, te lo quito.
Lo que hay detrás de esa foto es una profunda malversación ideológica en la administración del Estado, anclada en una concepción regresiva que justifica el estatus de provincias pobres con gobernantes ricos. La imagen muestra, además, el germen de un sistema opaco y corrupto en el que las fronteras entre lo público y lo privado son completamente difusas, mientras el control de los fondos públicos se parece a una ficción.
En La Rioja, el Estado es dueño hasta de supermercados y hoteles, y ha establecido un entramado de subsidios que reparte con arbitrariedad. Las empresas públicas (que ya suman 40) han asfixiado al sector privado y su administración es tan vidriosa como deficitaria. La situación retratada por LA NACION sugiere, en ese sentido, interrogantes inquietantes: si adelante de un fotógrafo y una periodista el gobernador reparte graciosamente efectivo entre vecinos de un barrio, ¿cómo son los arreglos con contratistas del Estado o concesionarios de servicios públicos? La imagen revela un método. Y muestra sin maquillaje una concepción del poder.
“Vivimos en un medioevo judicial”, dice la presidenta del Consejo de Abogados de La Rioja. El feudalismo implica, necesariamente, cooptación de las instituciones, debilitamiento del entramado de control y financiamiento de un aparato de propaganda. En ese contexto, el gobernador ha nombrado a su sobrina al frente del Superior Tribunal de la provincia. “¿Qué tiene de malo?”, se pregunta el oficialismo con una brutalidad desafiante. La oposición no tiene acceso a la comisión parlamentaria de presupuesto. El partido gobernante cuenta en la Legislatura con 32 de los 36 representantes, según la puntillosa descripción periodística que hizo Gabriela Origlia.
Vale la pena prestar atención al modelo judicial de La Rioja porque Quintela es hoy uno de los abanderados de la “guerra” contra la Corte Suprema que declaró el gobierno nacional. Es el gobernador que, en un claro mensaje intimidatorio, expuso con cuatro gigantografías las fotos de los jueces del máximo tribunal de la Nación en la puerta de la gobernación. También es el mandatario que contrató a Amado Boudou apenas salió de la cárcel y que pidió bloquear “a los medios porteños que dan información podrida”.
La Rioja ha suprimido, en los hechos, la alternancia democrática. Es gobernada por el peronismo desde hace cuarenta años. Todo depende de la gracia y la bendición de un Estado que crea parques acuáticos mientras falta agua potable. La maquinaria clientelar está bien aceitada y garantiza una virtual hegemonía electoral. Sin embargo, no es una isla. Tal vez se le deba reconocer el mérito de exhibirse sin disimulo y hasta dejarse fotografiar en un alarde de impunidad. Pero expresa una cultura política y una noción del Estado que ha colonizado buena parte del poder en la Argentina.
¿Cuánto daría el gobierno nacional por nombrar a una sobrina al frente de la Corte Suprema? ¿Qué otra cosa, si no envidia, despierta en el kirchnerismo ese paisaje monocromático de la legislatura riojana? ¿Qué distancia hay entre la foto de Quintela y el reclamo de La Cámpora para “poner plata en el bolsillo de la gente”? ¿Qué ideas inspira en el equipo económico, que mandó a los camioneros a vigilar las góndolas, la audacia de Quintela de crear un supermercado estatal?
El actual modelo de La Rioja no es demasiado distinto de los que se ven en Santiago del Estero, en Chaco, en Santa Cruz o en Formosa, por citar solo algunos casos emblemáticos de feudos autoritarios en los que la economía gira alrededor del Estado y las instituciones, al compás del caudillo. Tampoco está demasiado lejos (más vale, peligrosamente cerca) de un oficialismo nacional que se ha radicalizado en su ofensiva contra el Poder Judicial y que manda “a los muchachos” a controlar las empresas.
En ocasiones, una foto logra capturar las profundidades de una época y los valores intangibles de una cultura política. Ocurrió en los noventa, con aquella imagen de María Julia Alsogaray envuelta en pieles que retrató la frivolidad en el poder. Ocurrió hace poco con la postal del cumpleaños en Olivos en plena cuarentena, que desnudó la ética de un presidente.
La foto de “el Gitano” que, con una media sonrisa, reparte billetes por las calles polvorientas de las periferias urbanas tal vez nos ofrezca la oportunidad de potenciar un debate de fondo: ¿queremos la Argentina de la dádiva o la Argentina del trabajo? ¿Queremos un país de reglas claras o un sistema opaco y discrecional? ¿Queremos gobiernos que administren o que repartan limosna? ¿Construiremos un país con instituciones fuertes o nos entregaremos a caudillos todopoderosos? Pocas veces una imagen nos convoca, con tanta fuerza y nitidez, a discutir qué queremos.
Miremos la foto una vez más: en ese espejo retrovisor se refleja una Argentina del pasado que, sin embargo, ahí está. Es también la Argentina del presente, que pugna por permanecer. La imagen quizá simbolice un debate sobre el futuro.