Un relato inquietante
Sobre La habitación del presidente, de Ricardo Romero
Construido a partir de unidades de sentido de extensión variable que articulan una melodía enrarecida e hipnótica, La habitación del Presidente, de Ricardo Romero (Paraná, 1976), es sobre todo un relato sobre la percepción. Sobre los modos en que un niño introvertido y caviloso, aquí protagonista y narrador, percibe su entorno familiar y la casa en la que vive, todo lo cual forma una suerte de ecosistema que le eriza los sentidos.
Ubicada en un suburbio ("La ciudad está lejos. Es como si la ciudad estuviera siempre en otra parte"), la casa tiene, como todas las del barrio, una habitación del Presidente. El Presidente puede visitarlos en cualquier momento –aunque hasta ahora jamás lo ha hecho– y, en consecuencia, la habitación, que se encuentra al frente de la casa, tiene que estar siempre limpia, tarea de la que, una vez por semana, se encarga la madre del protagonista. Él y su hermano menor, si bien no tienen prohibida la entrada, aprovechan tal ocasión para mirar la habitación de reojo, a través de la puerta entreabierta que deja su madre. Hay, en la habitación, un catre, un sillón reclinable, un escritorio y una biblioteca, además de whisky y, guardado en un cajón, un revólver.
¿Los visitará alguna vez, el presidente? Nadie habla, siquiera al pasar, de esa posibilidad; tampoco nadie sabe, a ciencia cierta, si el Presidente ha visitado alguna de las casas del barrio. Sin embargo, se comenta que cierta vez ha estado en la casa de un compañero de colegio del protagonista. El Presidente aparece, eso sí, en los diarios y en la televisión todos los días, pero nunca mira a cámara. Y en ese modo de sustraerse en público, se cifra un rasgo clave del personaje, del espectro de su influjo. Mientras esperan con curiosidad pero sin angustia al Presidente, el protagonista, quien por su condición de hermano del medio está algo relegado en la estructura familiar, se mueve por la casa al compás de –citando a Macedonio Fernández– "los Pies de Tinta China de la Siesta". Aunque también la recorre por las noches, cuando hay "más habitantes de los que hay durante el día". Aquello que él percibe, aun lo más nimio, se desplaza hacia una zona inquietante, como si jugara con una caja de lentes oftalmológicas.
Así pues, el texto, jalonado por preguntas e inflexiones poéticas, se tiñe de una metafísica sui generis. Ahora bien, ¿hasta dónde es posible confiar en el narrador? El narrador escribe, tiene una relación particular con las palabras; por ejemplo, a diferencia de su familia, a la pieza que está sobre la terraza no la llama desván sino altillo, y ésa es toda una elección. De modo que es probable que para él, igual que para Onetti, se trate de "mentir bien la verdad".
LA HABITACIÓN DEL PRESIDENTE. Ricardo Romero. Eterna Cadencia. 96 págs., $ 175