Un rabino sin kipá en Qatar
Caminaba por las calles de Doha con mi kipá a la vista. Corría el año 2009 y me sentía pleno. En Qatar, un país completamente islámico, la conferencia internacional sobre diálogo interreligioso nos recibía con gigantografías que nos daban la bienvenida en árabe, inglés y? ¡hebreo! Una sensación fantástica que no dejé de relatar por meses a quien quisiera escucharme.
Esta semana volví a disertar al mismo lugar y a la misma conferencia anual nuevamente en representación del Congreso Judío Latinoamericano junto con su director, Claudio Epelman. Los carteles seguían allí, pero estaban escritos solamente en dos idiomas. Y antes de salir en grupo a recorrer un precioso mercado árabe, la gente de la organización me recomendó -por una mera cuestión de seguridad y con sumo afecto- que me quitara la kipá para el paseo.
Sentí una gran decepción, pero lentamente esa sensación se fue tornando en una comprobación más de que la mayoría de los líderes religiosos estamos recorriendo un camino que parecería no tener vuelta atrás, y que es aquel que honra a cada una de nuestras tradiciones y, por ende, la idea de lo divino. Me refiero al diálogo honesto y al pluralismo, dos elementos que inexorablemente precisan del reconocimiento del prójimo y del diferente como una bendición, más que como una amenaza.
Parece ser que, al igual que sucede en varios y disímiles ámbitos, también en lo interreligioso todo avance genera simultáneamente fuerzas que intentan repeler tales progresos. Así fue señalado a lo largo de la misma conferencia -de distintos modos y con distintas intensidades- en las diversas voces con tono islámico, cristiano y judío.
Es claro que aquello que trasunta los estrados y pasillos de una convención o un concilio no se traslada de inmediato al espacio público, pero evidentemente va haciendo mella.
Algo similar ocurre con los gestos, que -a pesar de ser tan sólo eso- a veces tienen una capacidad de influencia mucho más elevada que años y años de diálogo.
Jorge Rouillon, en estas mismas páginas de la nacion, cronicaba a fines de marzo de 2000 cómo el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, había plantado un olivo en la Plaza de Mayo junto a líderes de distintas religiones (casualmente -o no-me tocó la representación de la judía) en señal de acompañamiento al reciente viaje que Juan Pablo II había hecho a Tierra Santa. En esa ocasión, el ahora papa Francisco señaló: "No queremos una paz de estanque, que no se mueve", y explicó que el agua estancada es la primera que se corrompe. Es que para que se dé el diálogo, y junto con él la paz, se precisa moverse hacia el otro. Tal como lo hacía el papa polaco, tal como lo hace el papa argentino.
Y ese movimiento tiene que ser sincero, cercano y valiente. Y tiene que estar fundamentalmente dotado de la humildad necesaria como para admitir que la verdad es una musa de varias caras.
Sucede que la certidumbre extrema es finalmente más peligrosa que la farsa. Porque donde las verdades -que son siempre plurales y muchas veces incómodas- se rinden ante el dominio de lo cierto, desaparecen de golpe dos de las más bellas herramientas del espíritu humano: la pregunta y la duda.
Es que la certeza, muy emparentada con el dogma y vecina fiel de lo axiomático, siempre esconde bajo su inaudita sencillez un anhelo de control, un deseo de poder. Por eso es el paraíso de los fanáticos.
El reino de las respuestas a medida, que muy eficientemente cierra el paso a todo aventurado cuestionamiento, puede parecer en una primera instancia un ámbito tranquilo, ajeno a los vaivenes de los titubeos y a kilómetros de toda incertidumbre. Sin embargo, bajo esa aparente sólida superficie no hay más que miedo. Un terror inefable, hasta cobarde diría, por entrar en contacto con lo incierto. Es comprensible.
Habitar en medio de la tensión que genera la búsqueda de la verdad, sabiéndose portador únicamente de pequeños trozos de aquélla, no es para nada sereno. ¿Pero no es más criterioso acaso ahondar en las preguntas aunque así se nos aleje de la seguridad de las respuestas? Hay que regocijarse con la duda y abrazarla más frecuentemente porque es el preludio de la próxima verdad. La duda en última instancia fortalece la fe, porque la potencia con una introspección más profunda.
Dudar de las certezas es un primer y difícil paso. Y paradójicamente, quienes pueden producir un nuevo salto cualitativo y tener esa exquisita capacidad de poder dudar incluso de sus dudas, en lugar de hallarse inquietos por tantos escozores, parecen ser los moradores de lo más sosegado. Son los que, como el junco, encuentran fortaleza en la flexibilidad. Son los que hicieron carne la sentencia talmúdica que indica "Enséñale a tu lengua a decir «no sé»".
La duda es el caparazón del pluralismo, el escudo de la tolerancia y un antídoto para la violencia.
En términos de la tradición judía, "la verdad es el sello de Dios". Porque lo único que es Uno, como la verdad última, es aquello que es divino. El resto de la existencia es un canto a la diversidad. Una serenata a la variedad, a lo múltiple?
El paseo por el mercado en Doha nos reveló un variopinto paisaje con parejas vestidas a la más tradicional usanza musulmana (con la mujer dejando a la vista solamente sus ojos) sentadas al lado de otras jóvenes parejas arropadas con la moda occidental.
Y yo, entre todos ellos, con una boina, caminando lento entre el humo de las narguilas, anhelando volver a usar mi kipá por las calles qataríes.
Pronto sucederá, Insha'Allah.
Rabino de Córdoba, Director del Departamento de Diálogo Interreligioso del Congreso Judío