Un proceso de “destrucción creadora” para transformar la realidad imperante
En crisis de fin de ciclo se puede acentuar una dinámica de cambio que precipita la aparición de una nueva forma de producir y crear valor a partir del fracaso de las formas anteriores
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Quizá la mayor contribución académica del economista y profesor de Harvard Joseph Schumpeter, nacido en el Imperio Austro Húngaro en 1883, haya sido el concepto de la “destrucción creadora”, donde explica en detalle el proceso de transformación de una realidad imperante que hace a la innovación. Tal dinámica de cambio surge con más fuerza en crisis de fin de ciclo, disparando una nueva forma de producir y crear valor a partir del fracaso de las formas anteriores. Su aporte, concebido como concepto económico, aplica también a la mecánica de transformación de organizaciones y sociedades.
Claro está que esa disrupción del orden actual y transformadora de la realidad posee una dinámica intertemporal asimétrica en términos de costos y beneficios, esto es, la prosperidad es una promesa que ocurrirá en el mediano plazo y los costos son una realidad concreta en lo inmediato. Lógicamente emerge aquí el conflicto entre dos paradigmas: lo viejo y lo nuevo. A lo largo de la historia, beneficiados del antiguo modelo, resisten, cuestionan y bloquean la entrada de nuevas prácticas hasta que los frutos de la transformación maduran impactando en su propia prosperidad. Por eso es clave la velocidad en que ocurre tal transformación, para convertirse pronto en una nueva realidad aceptada masivamente. Claro que, si la prosperidad es una promesa, requiere de confianza.
Los argentinos, hoy deprimidos y exhaustos, lo que se manifiesta en el visible hastío social por la realidad imperante, ¿debemos preocuparnos y percibir esto como un enojo con las instituciones, la democracia, o estaremos experimentando un fin de ciclo? Y si fuera esto último, ¿sucederá un proceso de “destrucción creadora”? En tanta confusión, lo único que está claro es que lo anterior fracasó. Décadas de irresponsabilidad fiscal, endeudamiento y emisión descontrolada disfrazada de altruismo nos trajeron hasta aquí, un espacio donde todos pierden y solo una minoría gana. La frustración gana adeptos y se ha generalizado. Jóvenes y emprendedores emigran, los trabajadores ven diluir sus ingresos por la inflación, los sindicatos pierden peso por la creciente informalidad y los médicos ganan monedas. Los empresarios no conocen precios, costos ni regulaciones cambiantes, reduciendo al azar la decisión de inversión y protegiéndose ante tal incerteza con precios exorbitantes.
El deterioro hace crujir al establishment político tradicional, que, absorto, detecta amenazado su otrora superpoder por “recién llegados” con propuestas jamás imaginadas por ellos como exitosas.
La historia advierte a gritos, desde el silencio de las bibliotecas, que ciclos agotados y sociedades exhaustas configuran un riesgo y anticipan cambios en el horizonte. Sobran aquí los ejemplos, desde el impuesto británico a la importación del té en Boston en 1773, germen de la guerra de la independencia contra el Reino Unido; la pobreza y exuberante desigualdad que precipitó la Revolución Francesa contra la monarquía absolutista, o nuestras revueltas de principio del siglo XIX por una intervención asfixiante de la corona española a las prácticas locales de comerciar y prosperar. No obstante, quizás el mayor riesgo de estas crisis de agotamiento sea que el hastío termine en la tentación de firmar un nuevo “cheque en blanco” apoyando una propuesta perniciosa: “ustedes solo vótenme y yo me encargo de todo”. Los argentinos conocemos bien este atajo y sus costos.
Sin embargo, siguiendo al profesor Schumpeter, ¿será este hartazgo social un punto de inflexión que inicie un sendero de prosperidad? Gran parte de una sociedad golpeada pone su hombro una vez más. Quizás haya llegado la hora de construir nuevos paradigmas sobre la base de nuestros fracasos. Hay razones para el optimismo, pero sugieren ser vectores exógenos más que endógenos. Como país vulnerable, dependemos mucho del exterior. Para los próximos años se espera un mundo en crecimiento (leve, pero sostenido) donde los mercados emergentes explican la mayor parte de esa expansión, y esto es muy favorable. Los países ricos, al crecer, ahorran más, mientras que los emergentes consumen más y nosotros venderemos alimentos y energía.
Bancos globales esperan un sendero de baja de la tasa de interés internacional para mediados de 2024 y esto impactará positivamente en el flujo comercial (abaratando el dólar) así como en el financiero, los capitales de los países centrales fluyen hacia los países en desarrollo en dinámicas descendentes de la tasa de interés. Por otro lado, el mundo cambió. Luego de la pandemia, el resurgimiento de conflictos bélicos inesperados y viejas desconfianzas globales está cambiando el paradigma a la hora de decidir inversiones. Hay una nueva geopolítica. El mundo desarrollado busca reducir su dependencia en alimentos y energía de vecinos hoy menos previsibles, y conflictos múltiples crecientes exigen diversificar las fuentes de suministro de recursos estratégicos. Y si es desde una región de paz y ociosa en insumos como Sudamérica, mejor aún.
¿Y lo endógeno? Debemos hacer algo nosotros como adultos responsables de nuestra prosperidad. La oportunidad del sector agroalimentario, minero y energético es incalculable. También el sistema financiero, hoy sólido y líquido (a diferencia de crisis pasadas), podría imprimirle alta velocidad a una fase de recuperación apalancada en el retorno del crédito, condición necesaria de toda expansión. Otro vector podría ser nuestro viejo orgullo, el capital humano. Pero este es hoy muy asimétrico entre educados e ineducados, y en esta asimetría es donde el progreso tecnológico despliega su costado más cruel. No por nada muchos críticos de Schumpeter llamaban al proceso de “destrucción creadora” la tragedia del crecimiento. Estos inciertos ciclos de creación-destrucción-creación son inherentes a la historia de la humanidad, no son mecánicas prolijas ni perfectamente engrandas, ni agradables, ni eludibles, son metamorfosis kafkianas que simplemente ocurren.
La conversión de crisis de fin de ciclo en nuevos senderos de auge y expansión exige horizontes previsibles que surjan de acuerdos que confluyan a dar un contorno de racionalidad y sustentación a esta inevitable, riesgosa e irrecusable tragedia del hastío, que necesita ser contenida, direccionada e inducida por la política, con propuestas edificadoras para que transmute esa fuerza del enojo en ilusión. Aquí radica el principal rol de la política, sincronizar estos desequilibrios encadenados, ya que tal desincronización golpea de manera más brutal cuanto mayores son las asimetrías entre educados e ineducados, y desigual la distribución del ingreso.
Tal inequidad exige a la dirigencia toda liderar esa inevitable demolición de viejas premisas por parte de una sociedad en ebullición, que empuja y tironea desordenadamente buscando un futuro que no tiene muy claro cuál es. En palabras de Luca Prodan, no sabe bien qué quiere pero lo quiere ya. ¡Cuidado! la historia advierte que aquí subyace la oportunidad, pero también los riesgos son inconmensurables. Quizá, desde nuestra cercanía al abismo, llegó la hora de reconstruir y crear valor sobre los cimientos de nuestros fracasos. Millones de niños en la pobreza esperan allí afuera.
Economista. Profesor en la UNLP y en la Universidad Di Tella